Predestinación
Viajas en tren. Atraviesas media península para acudir a la más importante convención de literatura fantástica del país. Vas a presentar un libro con título absurdo que al parecer has escrito y por más que emborronas páginas de tu moleskine roja no encuentras el modo de condensar el maldito argumento en un par de frases atractivas o coherentes. Escuchas Imperfect Harmonies en bucle infinito y no puedes dejar de pensar que allí estarás rodeado de otros autores que han escrito libros mucho mejores o en todo caso ellos creen que los han escrito. Gente con camisetas negras que ha leído un millón de páginas de ciencia ficción más que tú y sabe infinitamente más acerca de viajes temporales, poderes extrasensoriales y universos góticos. La cobertura del teléfono dentro del tren es tan mala que empiezas a sospechar menos de Vodafone que de la cancerígena aleación con que está fabricada aquella lata de sardinas rodante, y cuando por fin recibes los primeros mensajes descubres que tu presentador lleva un rato tratando de ponerse en contacto contigo. Mosqueado, te levantas del asiento y vas a pegar la nariz al cristal de la puerta entre vagones, donde la cobertura es sólo una barra menos deprimente, para probar suerte. Porque hoy necesitarás suerte. Quieres que la andadura de tu novela arranque con buen pie. Entonces el tipo en quien has puesto toda tu confianza para que saque adelante la presentación de esa tarde contesta por fin al teléfono y te dice: Ismael, estoy en el hospital.
Clarividencia
Al quinto metatarso de Emilio Bueso no le gustó mi novela. Según los testigos, el crujido que emitió al partirse decía exactamente: "Búscate a otro para esta movida, tío, que yo paso del slipstream". De modo que éste era el panorama: tres horas para mi primera presentación pública de Mujer abrazada a un cuervo y mi brillante presentador siendo atravesado por rayos X justo como en una de esas novelas de ciencia ficción. Cuando se levantó aquella mañana Emilio Bueso no podía sospechar que en pocas horas tendría el privilegio de contemplar el interior de su propio pie. Magia negra, pero no tanto. El descubridor de los rayos X se llamaba Wilhem Röntgen, ganó el Premio Nobel de física en 1901 y treinta años después su apellido se convirtió en la medida de exposición a radiaciones invisibles como, por ejemplo, las emanadas tras la explosión del reactor número 4 de la central nuclear de Chernobyl. Sístole, diástole, casualidades o sincronías: la única otra persona en el mundo que había leído mi novela recién salida de imprenta se encontraba precisamente allí, en Burjassot, y respondía al nombre de Sergio Vera Valencia. Aunque Sergio no lee los libros, los libros le hablan a él. Por eso ve cosas que nadie más puede ver en sus páginas. Los defectos, también. Pero es tan buena gente que supe que estaba salvado en el mismo instante en que aceptó sentarse conmigo en el lado comprometido de la mesa, donde tienes que hacer algo más que contener los bostezos.
Bilocación
Lo hizo San José de Cupertino y lo hace Emilio Bueso, ambos con ayuda divina: viajar a lugares remotos en menos de un segundo, multiplicarse, estar en dos sitios a la vez. Cuando empieza la presentación no tengo uno sino dos presentadores capaces de obrar milagros. Leer, caminar. Y se me ocurre que hay un puñado de cosas más interesantes de las que hablar ahora mismo, al público no le importaría, pero el programa dice que toca hablar de mi libro y eso es lo que nos ponemos a hacer mientras Verónica Leonetti nos convierte en inmortales con sólo mover un dedo, otro milagro. Emilio dice que he escrito un biothriller y habla de gatos, Sergio se pregunta por mi fijación con los curas y los trastornos digestivos, y yo insisto en que es una novela de suspense aunque ya nadie me crea. Entonces se hace de noche, mis santos se desvanecen y quedo en compañía de todos mis amigos mortales, algunos virtuales que dejan de serlo: David, Fernando, Roberto, Susana, Óscar, Joe, Kachi, Mariluz, Rubén, Santi, otros veinte más y un tipo muy simpático de Vilafranca del Penedés que dicen que ha escrito una novela bastante pintona. Le damos un premio, y todo. Cuando regreso al día siguiente, con un Ignotus que no lleva mi nombre y medio lobotomizado por el rock armenio que brota de mi iPod Shuffle, tengo la impresión de que este Hispacon estaba predestinado a salir así desde el principio, y de que si tuviera el don de viajar al pasado no haría otra cosa que pasarme el lunes temprano por la Casa de la Cultura de Burjassot y colocar un pequeño cartel: Cuidado, escalón.
Fotografías de Verónica Leonetti.