domingo, 21 de junio de 2009

La oreja de Murdock, de Castle Freeman Jr.



Misterios de la distribución. La semana pasada encontré este libro en una estación de servicio de la AP-68, mezclado con todos los bestsellers del momento. Jamás había oído hablar de él, ni de su autor, el tal Castle Freeman Junior. Pero me intrigó que Mondadori hubiera hecho llegar tres ejemplares de esta extraña y desconocida novelita a una gasolinera de Zaragoza, así que lo compré. Además, transcurre en Vermont, y me enterneció la ambigüedad del texto de la cubierta, que a falta de una etiqueta mejor se inventa el género de la road novel.

La novela tiene 159 páginas, todo diálogo y descripciones mínimas, que bastan para hacernos cómplices del destino de la muchacha Lillian y de los dos perdedores que deciden ayudarla en su misión de venganza contra el matón del pueblo. El hallazgo narrativo de la novela, si es que se puede llamar así, consiste en alternar el relato del viaje de los tres personajes con unos capítulos en los que asistimos a la interminable conversación de los viejos del lugar, reunidos en un molino, donde van saliendo a relucir las verdades sobre los personajes y sobre su pasado.

La oreja de Murdock (título sacado de uno de los capítulos; el original era Go with me) es una novela ligera, entretenida y minimalista con aire de película indie americana, con un puñado de buenos personajes, diálogos en ristra, relámpagos de violencia al estilo Coen y un permanente sentido del humor crepuscular. Se lee tan rápido que no tienes tiempo de decidir si se trata de una pequeña joya o de un entretenimiento tontuno. Seguramente un poco de las dos cosas.

En todo caso, no puedo evitar sentir cierto mosqueo ante el hecho de que un autor de Vermont desconocido pueda colocar un puñado de sus novelas en una gasolinera de Zaragoza, sin duda merecidamente, pero resulte inconcebible el viaje inverso: que un autor zaragozano, pongamos Roberto Malo, consiga ser traducido al inglés ya sería un éxito fuera de lo común, no digamos que alguno de sus libros termine en el stand de una gasolinera de Vermont.

No sé de quién es la culpa, si es que hay culpa, pero algo está muy desequilibrado en el negocio editorial de este país, y sospecho que no todo se debe a la ineptitud de los autores nacionales.

viernes, 19 de junio de 2009

Reseñas en Rescepto y OcioZero


Pues sí, parece que Rojo alma, negro sombra sigue dando que hablar (y espero que lo siga un poquito más), y puedo anunciar dos nuevas reseñas: la publicada por Sergio Mars en su blog, la semana pasada, y la novísima firmada por Juan Ángel Laguna en OcioZero.

No sé si queda profesional agradecer las críticas favorables, pero qué diablos: mil gracias a los dos.

martes, 16 de junio de 2009

La chica con el tatuaje de avispa



Como ha revelado la publicación de la correspondencia de Stieg Larsson con su editora, el autor sueco estaba muy seguro del título de su novela Los hombres que odiaban a las mujeres:  "He preguntado qué opinan algunos conocidos y dicen que es un título que da que pensar".

A la vista de cómo le ha ido (al libro, no a él) hay que concluir que los rebuscados títulos eran acertados o que, en todo caso, no han hecho ningún daño a la exitosa carrera de la trilogía. Sin embargo, en España hemos preferido suavizar la idea original, transformando el odio en ausencia de amor, mientras que en la traducción inglesa se ha optado por un cambio radical con The girl with the dragon tattoo, que me parece un título mucho más barato, penosamente serie B.

Yo no he leído el libro, pero me dicen que la enigmática protagonista, Lisbeth Salander, tiene otro tatuaje mucho más interesante que el consabido dragón: una avispa en el cuello. Eso me ha encantado. Será porque me ha recordado al comienzo de Rojo alma, negro sombra. Adoro las avispas. Y creo que hubiera sido un título más original: La chica con el tatuaje de avispa.

Pero a lo que iba: qué difícil es encontrar un buen título. Y qué poco importa a la hora de la verdad.

domingo, 7 de junio de 2009

¿Se puede enseñar a escribir?





Alrededor de los seis años, un niño escolarizado ya sabe todo lo que necesita saber para coger un bolígrafo y ponerse a contar una historia. Cometerá faltas de ortografía, pero le enseñarán a corregirlas. Construirá aberraciones gramaticales, pero la profesora le mostrará el modo de hacerlo mejor. Aprenderá palabras nuevas cada día, giros lingüísticos, incluso estrategias narrativas que irán enriqueciendo su escritura poco a poco. Y todo eso no solo puede ser enseñado, sino que debe serlo necesariamente. Nadie nace sabiendo escribir, igual que nadie nace sabiendo leer ni sumar.

Esta perogrullada viene a cuento del debate sobre los talleres y programas de escritura creativa. No es un debate que tenga lugar en nuestro país, por supuesto, donde los talleres de escritura jamás han sido incorporados al sistema educativo y al lugar natural que debería corresponderles en las universidades, sino que han encontrado su hábitat propio en las academias privadas y en los centros cívicos ávidos de cualquier contenido para sus aulas polivalentes. Los talleres de escritura creativa, aquí, se presentan como una opción de ocio y esparcimiento para adultos igual que la cocina creativa o el tai chi, en lugar de constituir una rama (aunque una rama corta y poco importante, tal vez) de la formación intelectual y cultural de los jóvenes.

Este fantástico artículo de  The New Yorker viene a hacer balance de la experiencia acumulada en los Estados Unidos desde que se inventaron los talleres de escritura creativa, al finalizar la Segunda Guerra Mundial, hasta nuestros días. Y su conclusión no es eufórica, pero tampoco descreída por completo. Después de sesenta años de programas creativos en las universidades norteamericanas, de miles de alumnos graduados (entre ellos no faltan los nombres ilustres), y a pesar de que algunos los han considerado como "el acontecimiento más importante en la historia de la literatura norteamericana de posguerra", para muchos de los profesionales implicados en estos programas sigue vigente la pregunta inicial: ¿Se puede enseñar a escribir?

Quizás el problema con los talleres de escritura radica en que, a diferencia de los demás estudios institucionalizados, carecen de programa o material didáctico fijos, de modo que toda la responsabilidad de cada curso recae en el profesor de turno. Dicho en otras palabras: el profesor es el libro. Ni siquiera las grandes máximas que pueden alentar el espíritu de estos talleres son invariables: en los años cuarenta y cincuenta el lema era "Show, don't tell" (Muéstralo, no lo cuentes), pero la nueva doctrina extendida a partir de los sesenta y los setenta decía que el objetivo se encontraba casi en el extremo opuesto: "Find your voice" (Encuentra tu propia voz). ¿Cómo puedo encontrar mi propia voz si se me imponen limitaciones a la hora de escribirla?

Finalmente, la única instrucción válida para enseñarle a alguien a escribir parece ser: "Escribe". (La instrucción previa sería: "Lee", pero es de suponer que quien se a punta a un taller de escritura parte de un cierto hábito de lectura; lo contrario sería sencillamente una pérdida de tiempo). Y el verdadero objetivo de los talleres no sería producir grandes escritores, ni siquiera conseguir que los alumnos publiquen sus obras (meta que en buen número de casos queda lejana para los mismos profesores), sino satisfacer la definición más automovilística de la palabra "taller": el lugar donde alguien lleva su artefacto porque está averiado o sospecha que lo está, para que el mecánico localice el problema y disponga su reparación.
Un buen profesor de taller literario debe ser un buen mecánico, no un diseñador de automóviles. Debe tener las manos sucias de tinta, por decirlo así. (Pero a ser posible, debe tratar de ser un poco más simpático que los mecánicos de coches y no menear la cabeza con cara de desolación cada vez que detecta un pequeño ruidito o un leve olor a chamusquina en el motor.)

¿Cómo se aprende a escribir? Reparando averías. Poniéndose manos a la obra con el párrafo defectuoso, desmontarlo y remontarlo todas las veces que haga falta hasta que funcione, hasta que suene como un motor perfecto. Para eso sirven los talleres de escritura; sus profesores suelen tener buen oído, aunque eso sí, te entregarán el destornillador a ti para que tú hagas el trabajo sucio.

La genialidad no se enseña, ni el talento, ni las ganas de escribir. Eso tiene que venir de fábrica. Tampoco sirve entregar una lista de lecturas ilustrísimas y decir: "Esto es lo bueno, escribe así". Porque cada uno se elabora su propia lista de lo que es bueno, y alterar ese orden emocional es tan difícil como conseguir que alguien olvide todos los ratos inolvidables que ha pasado leyendo a Stephen King o a Danielle Steel. La literatura apunta sus dardos al alma, no a la cabeza. Y hasta los menos laureados escritores tienen algo que enseñarnos, casi siempre.

Los talleres literarios no sirven para convertir escritores mediocres en grandísimos escritores, ni seguramente para que nadie "encuentre su voz". Pero los talleres literarios  sirven: para reconocer cuáles son nuestros puntos débiles y nuestros puntos fuertes como narradores, para corregir y mejorar nuestro estilo, para salir de un bloqueo, para descubrir nuevos recursos, y para practicar una lectura más atenta de otros textos y entender por qué nos emocionan. 

Pero más importante que todo eso: los talleres proporcionan un refugio cálido (aunque obligatoriamente fugaz) para quien se quiere adentrar por las estepas gélidas y solitarias de la escritura. La gasolina con la que funcionan los escritores es la seguridad en sí mismos y en su trabajo; si falta eso, el coche no anda. Y los talleres de escritura son, más que ninguna otra cosa, grandes surtidores de confianza.

Por eso creo que su lugar natural se encuentra en los ciclos de educación secundaria y superior, donde más se necesitan esas herramientas y esa seguridad, tanto para aprender a narrar como sencillamente para expresarse. Lo demás —la sensibilidad, el talento, la imaginación, la fuerza de voluntad— es cuestión de genética o de cómo te vaya en la vida, y ahí no pueden intervenir ni siquiera los talleres de ciencia ficción.