jueves, 8 de julio de 2010

Que el vasto mundo siga girando





Decía antes que los autores norteamericanos todavía tienen la fortuna de participar en la invención de sus mitos colectivos, lo que me produce mucha envidia. Pero el asunto es incluso más grave. Mientras leía Que el vasto mundo siga girando (Colum McCann, RBA) me he dado cuenta de que hay autores que tratan de hacer algo mucho más osado: la sustitución de un mito por otro. Algo así como convertir una lápida en una bella escultura. Poner heroísmo y belleza donde la historia puso humillación y tragedia.

El 7 de agosto de 1974 el funambulista Philippe Petit caminó por un cable suspendido entre las recién erigidas torres del World Trade Center ante las atónitas miradas de policías y viandantes neoyorkinos. No fue un acto de protesta de ningún tipo. Fue una exhibición pura de equilibrismo, y quizá por eso la hazaña de Petit cayó en el olvido de un modo rápido e implacable. Hasta el 11 de septiembre de 2001. Aquel día las torres gemelas se convirtieron en un símbolo del horror para el mundo entero y muy particularmente para los norteamericanos. Ni diez guerras bastarían para curar esa herida, para tapar esa cicatriz en el corazón del imperio.

Pero sí, existía un modo casi mágico de sanar la herida. Y no fue McCann el primero en dar con la idea, ni el director del documental Man on wire. Fueron los portadistas del New Yorker, en el quinto aniversario de la catástrofe, quienes descubrieron el poder sanador de aquella imagen olvidada del funambulista encaramado en lo alto de las torres como un ser mitológico o semiangelical.

Que el vasto mundo siga girando es un retrato en claroscuro de un puñado de habitantes del peligroso Nueva York de los años setenta. El personaje central es un sacerdote irlandés obsesionado por ayudar a las prostitutas del Bronx; de su historia brotan todas las demás en un haz de conexiones en apariencia casuales, pero concienzudamente planificadas por el autor. McCann no escatima en drama y dolor de todas las texturas y colores, pero los pone en una balanza junto a pequeños atisbos de esperanza y termina por convencernos de que estos pesan más.

Hay una fotografía concreta que sirve de ancla temporal y anímico para toda la novela (incluida en sus páginas), y es la de Petit flotando entre las torres bajo la sombra de un avión que evoca demasiado fielmente a los del 11 de septiembre.

"Un hombre en el aire mientras un avión parece que va a desvanecerse tras el borde del edificio. Un pequeño fragmento de historia que se encuentra con otro mayor. Como si de alguna manera el funámbulo anticipara lo que vendría más adelante. La intrusión del tiempo y la historia. El punto de colisión de los relatos. Esperamos la explosión pero ésta nunca llega. Pasa el avión, el funámbulo alcanza el extremo del cable. No se produce un derrumbe. Se me antoja un momento perpetuo, el hombre solo contra la naturaleza, todavía capaz de convertirse en un mito ante cualquier otra evidencia" (pg. 437).

En este libro, cuando los habitantes de Nueva York levantan la vista al cielo no lo hacen con una expresión de terror en el rostro, sino con otra de asombro y maravilla. Pienso que éste era el objetivo principal de McCann al escribir este libro: corregir aquellos rostros, pintar esperanza y belleza donde sólo había pánico y espanto. ¿No es escalofriante este poder, casi esotérico, reservado sólo a los mejores escritores?

Esta es una novela excelente, abrumadora en ocasiones por la sensibilidad con que penetra en la mente de los personajes (especialmente los femeninos) y por el metódico trabajo del autor para ofrecernos un retrato realista y preciso del momento. Y bueno, dicen que ganó el National Book Award de 2009, pero conste que no me he dejado influenciar.


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