Qué gran novela, por cierto, la de Jonathan Franzen. Cuando sea mayor quiero escribir un tocho así de bueno. Por el momento me conformo con novelitas de ochentamil palabras peladas, que oye, de vez en cuando le dan alegrías a uno.
Pero no quiero ni pensar lo que debe ser corregir un manuscrito de 736 páginas. Atravesar el Gobi de rodillas. Descender a pulmón la fosa de las Marianas. Estoy seguro de que Franzen tenía otro título pensado cuando comenzó a escribir su obra maestra.
Corregir tiene su parte bonita, también. A veces encuentras fragmentos tan buenos que parece que los ha escrito otro. Son esos momentos de euforia que menciona Stephen King en su libro de memorias, en los que te dices: Hey, I'm fucking Shakespeare! Y pasas página, relamiéndote, con la convicción de que lo que has escrito no puede ser mejorado, ¡es imposible! ¡Adelante, campeón!
Pero siempre se puede mejorar. Esa es la maldición y la tortura de las correcciones. Nunca terminan. Su duración depende solo de tu grado de exigencia. Tarde o temprano te tienes que enfrentar al momento de: "Venga, ya, así se queda, y a correr". Y a menudo ese momento llega demasiado pronto. Nos rendimos. Somos indulgentes. Nos conformamos. Y viva la mediocridad.
La parte puramente técnica es la menos dolorosa. Gracias al Panhispánico de dudas (que todo escritor debería tener en su barra de favoritos, sin excusa) uno puede averiguar fácilmente si se dice "obedecerle" u "obedecerlo". Y os aseguro que eso no es ninguna tontería para un navarro afincado en Madrid.
El problema es cuando te encuentras con partes, episodios enteros que sencillamente no acaban de funcionar, y no tienes muy claro dónde está el problema. Ahí no existe diccionario que pueda ayudarte. Más bien hay que confiarse a tu lector de cabecera: mujer, amigo, editor, quien sea. Y por mucho que duela, escucharle atentamente y no cabrearte cuando te diga que ha encontrado unas goteras lógicas del tamaño de las cataratas del Niágara.
Yo soy de los que no dejan leer la novela a nadie hasta que estoy muy seguro del texto. Seguramente es una mala estrategia, pero mi ego asmático no está para muchos sustos. Prefiero las sentencias inapelables a los consejos, las cartas de rechazo a los "si cambiases". Soy una rata cobarde. Aunque una rata que se exige bastante a sí misma. Creo que eso me salva, por ahora.
Por otra parte, hay cosas que sencillamente no se pueden corregir. Osea, tu puedes reescribir un capítulo entero si hace falta, cambiarle el nombre a la chica protagonista, cambiar el título, retocar todos sus diálogos de tu novela. Pero no puedes escribir otra novela. Si has escrito un thriller sobre el espionaje en la industria de la soja transgénica, no puedes retocarlo para que parezca un romance urbano postmoderno. Cuando escribes el punto final, la novela ya tiene su género y su naturaleza ahí colgando entre las páginas, es inútil travestirla.
En eso estamos. Corrigiendo. Atravesando el desierto de rodillas, como un peregrino. Espero que los dioses recompensen mi penitencia.
¿Lo veis? He puesto "escucharLE", pero según el panhispánico debería ser "escucharLO".
ResponderEliminarY a mí que me sigue sonando mejor de la otra forma...