Cuando tenía nueve años mis padres nos llevaron a mi hermano y a mí a ver una película titulada "El barco de la muerte". No estaba autorizada para menores de 18, pero seamos comprensivos: noche calurosa de agosto, Benidorm, cine al aire libre. ¿Qué peligro podía existir para una familia de bien en plena Avenida del Mediterráneo?
El suelo era de gravilla y las sillas de hierro, al estilo terraza. La gente hablaba y comía bocadillos. Cuando la película me aburría, levantaba la vista y me entretenía contando los pisos del hotel Don Pancho que se elevaba por encima de nosotros; me imaginaba a los ricachones que se hospedaban en él, que además de ricos, tenían la suerte de poder ver el cine gratis desde sus balcones. Qué injusto era el mundo.
Mi hermano prefería la técnica de taparse los ojos y atisbar la película entre los dedos desde el primer minuto hasta el último, cosa que yo nunca comprendí. ¿Qué emoción tiene ir al cine si te tapas los ojos? Valiente e insensato, yo dejaba que se grabaran en mis retinas todos los sustos y todas las imágenes grotescas de la película. Corría el año 1981; una época en la que el cine de terror de serie B no se caracterizaba por su sutileza y su buen gusto.
La verdad es que no recuerdo apenas nada de la película. Pero sí recuerdo la visión que más me impactó, y no fue ningún esqueleto en semidescomposición. Fue un bote de caramelos.
Un bote de cristal lleno de apetitosos caramelos de colores. El último objeto que nadie esperaría encontrar en los camarotes de un buque fantasma. Una tentación irresistible para un niño, y también para un adulto desesperado y hambriento. Como aquella mujer, la que por fin se decidía a abrir el bote y comerse una de aquellas bolas brillantes... Mejor no os cuento lo que le ocurría después. Lo que le pasaba a su cara.
Creo que desde aquel día mi hermano detesta las películas de terror; ni con mano ni sin mano, se niega rotundamente a verlas. En cuanto a mí... Bueno, digamos que el cine de terror se convirtió en mi particular bote de caramelos de colores. Desde entonces, cada vez que pasaba por delante del cartel de una de aquellas películas se me aceleraba el corazón y me entraba una inexplicable ansiedad por verla cuanto antes, aun a sabiendas de que allí solo encontraría imágenes horribles y nuevo material para mis pesadillas. Tiburón 2, Tentáculos, Piraña... Ah, aquellas inenarrables producciones italoamericanas de los años ochenta...
Un psiquiatra tendría algo que decir al respecto, seguro. Quizá mis padres cometieron un error fatal al detenerse ante aquel cine de Benidorm y comprar cuatro entradas, en vez de seguir disfrutando del paseo nocturno por la avenida. Una equivocación con consecuencias trágicas para mi psique, me temo.
Aunque de un tiempo a esta parte creo que me estoy curando. Ya no me apetece tanto destapar el bote de cristal y meter la mano para comerme un caramelo. No me divierto viendo películas de terror igual que antes. Soy muy capaz de resistir la tentación de sus colores chillones, de su sabor punzante y su textura pegajosa. Vamos, que me estoy quitando.
Mi secreto es muy sencillo: ahora soy yo el que fabrica los caramelos. Puedo echarles el azúcar que quiera. Puedo pintarlos del color que quiera. Pero lo más divertido, la verdadera tentación irresistible, es cuando llega el momento de inyectarles el veneno.
Gracias, papás.
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