domingo, 29 de noviembre de 2009

"Fin", de David Monteagudo




Varias personas me habían recomendado efusivamente este libro, pero confieso que comencé a leerlo con las cejas arqueadas de escepticismo; la premisa inicial me sonaba familiar, material trillado del género de suspense fantástico: un grupo de amigos se reúne después de 25 años en un refugio de montaña, para recordar viejos tiempos, cuando a medianoche comienzan a suceder cosas extrañas...

No sólo me venía a la cabeza El cazador de sueños (que certeramente apunta Manu González en su crítica para Qué Leer), sino también —conforme avanzaba el relato— otras obras de Stephen King y también la reciente película de Shyamalan El incidente. Se trata en definitiva de un relato fantástico apoyado fundamentalmente sobre la psicología y las emociones de los personajes, un puñado de gente muy normal en el trance de asumir quiénes son y cuál es el balance de su vida en la crítica frontera de los cuarenta.

La otra referencia que he visto utilizada para comparar esta novela es La carretera, de Cormac McCarthy. Mi recelo inicial (adoro la novela de McCarthy y no concedo fácilmente el privilegio de la equiparación) pronto se diluyó y, si bien el estilo del norteamericano es infinitamente más adusto y distinguible, entendí que un mismo espíritu de destino trágico flota sobre los dos libros, apuntando quizá a una clave fundamental de la narración fantástica contemporánea (clave destapada por autores paradójicamente no fantásticos) y que tiene que ver con la derrota del pensamiento racional, pero al mismo tiempo la necesidad todavía más imperiosa de mantener ciertos códigos humanos en medio de este regreso al barbarismo; no se trata sólo de sobrevivir, sino de encontrarle (devolverle) un sentido moral a nuestra supervivencia.

Monteagudo nos presenta un paisaje en las antípodas del ceniciento mundo devastado de McCarthy; de hecho, uno tiene la impresión al leer Fin de que se trata tanto de un asunto profundamente humano como de una reivindicación de la naturaleza, una restauración repentina y justiciera de su estado de esplendor primigenio, epatante en su belleza pero también estremecedor, porque certifica el fracaso del mundo erigido por el hombre y nos presenta como un objetivo a eliminar, o peor aún, simple pasto para carnívoros.

El narrador se convierte a ratos en paisajista y se aleja para mostrarnos a los personajes en su pequeñez dentro del entorno, para a continuación acercarnos en un zoom asombroso hasta lo más profundo de su psique, pero sin abusar de la abstracción y la omnisciencia, sino recurriendo a los diálogos, en los que Monteagudo se maneja con una naturalidad maestra.
El hecho fantástico puede adquirir categoría apocalíptica, pero el narrador consigue mantener bien atado el nexo entre el todo imposible, la derrota global de la humanidad, con las pequeñas batallas del individuo contra sus miedos y sus demonios particulares.

He aquí un libro importante, además de apasionante. Otra demostración (y aquí sí me atrevo a compararlo con La carretera) de que la calidad literaria y la solvencia psicológica no están reñidas con el pulso y el suspense de best seller, ni mucho menos con la fantasía. Un libro revelador y asombroso. ¡Compradlo! ¡Leedlo! ¡No esperéis a la película!

jueves, 12 de noviembre de 2009

¿El regreso de King?


No es que se hubiera ido, de hecho no ha dejado de presentar novelas y colecciones de cuentos en todo este tiempo, pero quienes seguimos de cerca a Stephen King teníamos la sensación desde hace un puñado de años de que ya no le quedaba nada interesante que decir. De que era hora de retirarse y ceder el testigo a... Joe Hill, pongamos por ejemplo. Pues bien, tal vez nos hayamos precipitado.

Esta semana ha sido publicada en Estados Unidos su nueva novela, Under the Dome (Bajo la cúpula), un tocho de mil páginas que, mira por dónde, encaja perfectamente con mi paranoia personal del slipstream a juzgar por lo que dice Janet Maslin en su artículo del New York Times.



En lugar de fusilar el artículo os voy a recomendar que lo leáis en su sitio original, porque está muy bien escrito y da gusto asistir al reencuentro del viejo rey del terror con la crítica a estas alturas de su carrera. También es imprescindible la lectura de la exhaustiva entrada colgada en wikipedia para conocer cuál es el origen de este libro, además de otros datos tan enjundiosos como que el manuscrito original pesaba 8,6 kilogramos.

El libro trata de un pueblo, Chester's Mill, que un buen día amanece atrapado bajo una inmensa cúpula de origen desconocido, transparente e indestructible. ¿Ciencia-ficción? ¿Terror? Hum, va a ser que no.

Me quedo con la última frase del artículo de Maslin: "En ningún otro lugar de la inmensa obra de King han colisionado el mundo real y el fantástico con una fuerza tan brutal".

lunes, 9 de noviembre de 2009

HispaCon 2009


Ya es el tercer noviembre que la gente de Oscafriki me proporciona una buena excusa para tirar millas y reunirme en Huesca con viejos amigos y autores de género. Y en esta convocatoria los amigos y autores han sido legión, porque Diego y Abigail se han liado la manta a la cabeza y han conseguido traerse a su tierra el mítico Hispacon. Por lo que yo puedo contar, la organización ha sido espectacular y perfecta en todos los sentidos. Enhorabuena otra vez.

El sábado tuve la oportunidad de dar una breve conferencia sobre el slipstream, que reproduzco aquí abajo por si alguno de los presentes no fue capaz de seguir mi lectura a 45 r.p.m. Algún día aprenderé a vocalizar, lo juro.
También pude asistir a la interesante mesa redonda en la que David Mateo, Juan Miguel Aguilera y Raúl Gonzálvez especulaban sobre el futuro del e-book, así como a la charla prospectiva de Emilio Bueso sobre la vanguardia del terror y a la desquiciante conferencia de Alfredo Álamo sobre sexo, drogas y rock en la literatura de terror. Me traigo dos nombres apuntados: China Miéville y Voltaire (no, no me refiero al filósofo).

Pero como todo el mundo sabe, aquí se trata de charlar con los amigos, comer bien y repartir premios. Allí estaban casi todos los miembros de Nocte: Jasso, Soto, Mars, Tamparillas, Mateo, Malo, Cerdán, Díaz Olmedo, Laguna Edroso, López Muñoz, Bueso, Bribián, Puente... Y mucha otra gente de la órbita de la AEFCFT que espero ir conociendo con más calma. Mi problema de todos los años es que dispongo de una sola tarde-noche y siempre me vuelvo con cara de haberme perdido lo mejor, pero es lo que hay.

El momento culminante de las jornadas fue la entrega de los premios, que los había muchos y variados. Yo recorrí muy feliz el comedor del hotel para recoger mi Nocte a la mejor novela de terror (gracias otra vez por la sorpresa, Mari Luz) y luego básicamente me dediqué a aplaudir. La lista completa la podéis ver aquí.

Un placer veros a todos. El año que viene más y mejor.

Así lo pagan quienes osan arrebatarme un Ignotus.
(¡Enhorabuena, David: Día de perros mejor novela nacional!)


Con el flamante ganador del Domingo Santos, Emilio Bueso.


Slipstream, o el fin de los géneros





Esta es la primera página de “La carretera”, de Cormac MacCarthy, el libro más terrorífico que he leído en los últimos años, puede que en toda mi vida. Solo que no es un libro de terror, ni de ciencia ficción, a pesar de que cuenta una fantasía postnuclear de auténtica pesadilla. ¿Por qué no podemos encontrar este libro en las estanterías de ciencia ficción o terror? ¿Por qué tiene el privilegio de ser colocado en las estanterías de literatura general? ¿Qué lo hace diferente? ¿Qué lo hace mejor que otros libros?

Luego daré mi respuesta personal.

Esta conferencia se titula “Slipstream, o el fin de los géneros”. La palabra “fin” quizá suena demasiado drástica, podría sustituirse por otras como “superación”, “hibridación”, “emancipación” o simplemente “cruce de géneros”, que es de lo que estamos hablando.

DEFINICIÓN DE SLIPSTREAM

La denominación “slipstream”, que literalmente significa “rebufo” o “estela”, ya tiene veinte años y fue una ocurrencia del escritor de ciencia ficción Bruce Sterling. Lo que dijo exactamente, en un artículo para la revista SF-Eye, fue:

Existe una clase de escritura contemporánea que se opone determinantemente a la realidad consensuada. Es una escritura fantástica, a veces surrealista, en otras especulativa, pero no necesariamente. Su objetivo no es provocar una sensación de asombro a la manera de la ciencia ficción clásica. En lugar de eso, se trata de una clase de escritura que simplemente te hace sentir muy extraño; del modo en que te hace sentir la vida cotidiana a finales del siglo veinte si eres una persona de cierta sensibilidad. Podríamos llamar a esta clase de ficción Novelas de Sensibilidad Postmoderna, pero eso quedaría muy mal en la estantería de una librería; así que, para manejarnos más comodamente en el debate, llamaremos a estos libros “slipstream”.

Lo primero que hay que decir es que el slipstream no es un género ni una etiqueta, sino más bien lo contrario, una anti-etiqueta, o un anti-género. No veréis jamás estanterías de slipstream, ni libros que lleven la palabra slipstream en la solapa.

De hecho, la mejor manera de reconocer un libro slipstream es cuando en el resumen de su solapa encontramos cosas raras como:

“Rompecabezas filosófico, thriller psicológico, innovadora mezcla de realismo y fantasía, apasionante aventura, éste es un libro que se resiste a ser etiquetado”. O “Si Haruki Murakami y Paul Auster crearan juntos un cruce de Moby Dick y El Mago de Oz, producirían algo parecido a esta novela”. (Frases promocionales de La memoria del tiburón, de Steven Hall)

Otra forma más sencilla de reconocer la literatura slipstream es decir que se trata de libros de fantasía escritos por autores no especializados en la fantasía y publicados por editoriales generalistas. Según esa descripción, estos serían algunos ejemplos de libros slipstream publicados en España en los últimos dos o tres años.



Como se puede ver, son libros que no tienen absolutamente nada que ver entre sí, salvo el recurso a la fantasía en mayor o menor grado.

El slipstream no es un género y por tanto ninguno de estos libros reúne unas características formales comunes; cada autor tiene su propio estilo y se sirve de las convenciones y de los recursos de los géneros sólo cuando le apetece y de la forma en que le conviene. En cierta forma es como un buffet libre donde el elemento fantástico es simplemente una bandeja más de la que puedes servirte a voluntad sin que nadie te pida explicaciones.

Por eso al hablar del slipstream hay quien piensa inmediatamente en la palabra intrusismo, hay quien lo considera una invasión del terreno fantástico por parte de autores realistas, como si la fantasía fuera el coto vedado de unos pocos.

Uno de los principales exponentes actuales del slipstream es Jonatham Lethem, autor de La fortaleza de la soledad.

Lethem escribió un artículo en 1998, titulado “La promesa perdida de la ciencia ficción”, que comenzaba especulando con la posibilidad de que Thomas Pynchon ganara el premio Nebula en 1973 con El arco iris de la gravedad. Pynchon llegó a ser finalista pero fue derrotado por Arthur C. Clarke, con la novela de ciencia ficción hard Cita con Rama. Lethem decía que la nominación de Pynchon quedaría para la historia como la lápida que señala la muerte de la esperanza de que la ciencia ficción se podía fusionar con el mainstream.

En aquel artículo, Lethem celebraba el intrusismo de autores posmodernos como Pynchon o DeLillo en la escena fantástica, porque eran casi los únicos que estaban aportando algo nuevo y la estaban haciendo avanzar. Reprochaba a los autores de género de los setenta y los ochenta que se habían dormido en los laureles o incluso que habían dado un paso atrás, antrincherando el género en sus planteamientos más clásicos. Lethem también arremetía contra Lucas, Spielberg y Tolkien porque con su éxito habían estancado el género en el infantilismo.

Yo no estoy de acuerdo con esto. Decir que Lucas, Spielberg y Tolkien contaban historias para niños es decir media verdad, que es como no decir nada. Sus películas y sus libros funcionaron porque producían una resonancia que iba mucho más allá de la parafernalia y el escenario fantásticos. De hecho Spielberg podría ser considerado el padre del slipstream por la forma de presentar lo fantástico como un acontecimiento emocional antes que ninguna otra cosa.

Lethem fue bastante criticado por este artículo, pero en resumidas cuentas él venía a reivindicar algo tan razonable como la eliminación de barreras entre la literatura de género y la alta cultura entre comillas. Se trata de un mensaje sobre todo dirigido a la crítica literaria que ignora o minusvalora sistemáticamente a la ficción fantástica. El problema es que esta especie de género “fantástico literario” es una tierra de nadie donde el autor se expone a sufrir la incomprensión de los dos lados, de los puristas del género y de los detractores del género, como le ocurre habitualmente a Lethem.

El slipstream ya tiene incluso su primera antología, titulada “Feeling very strange”. El editor de esta antología es James Patrick Kelly. Y a pesar del título, que hace referencia a ese efecto de extrañeza aludido por Sterling, es interesante que Kelly asocia el concepto slipstream no tanto al efecto causado en el lector como a la actitud del escritor a la hora de escribir. Lo que dice Kelly es:

“Sé lo que se siente cuando escribo ciencia ficción y fantasía, entiendo lo que cuesta construir los mundos y elaborar las tramas. Pero cuando escribo Slipstream, me encuentro a mí mismo adoptando estrategias distintas, cambiando mis expectativas. No lo entiendo todo, la escritura se siente diferente. Extraña.”

Esto tiene que ver con algo que decía Roger Caillois de la literatura fantástica en general:

“El arte de veras fantástico no nace de la deliberación de su creador sino escurriéndose entre sus intenciones. Lo fantástico no resulta de una técnica, no es un simulacro literario, sino un imponderable, una realidad que, sin premeditación, sucede de pronto en un texto literario”.


ENTRE LO FANTÁSTICO Y LO POSMODERNO

Entonces, ¿cuál es la diferencia entre el fantástico, el realismo mágico, el slipstream y la literatura posmoderna?

Podría decirse que toda la literatura posmoderna es fantástica, en cuanto que cuestiona la validez de la realidad, que ya no es vista como un valor absoluto sino como una construcción sociocultural. La literatura posmoderna hace que nos resulte extraño lo cotidiano, porque pone en cuestión nuestra percepción de la realidad y de nosotros mismos, pero no juega necesariamente con elementos fantásticos externos que irrumpan en lo cotidiano.

Quizá la clave se encuentre en otra etiqueta inventada por el escritor Jaime Alazraki: la de literatura Neo-fantástica.

Con la noción de “neofantástico” Alazraki trata de diferenciar el trabajo de Cortázar de la tradición fantástica del siglo XIX:

“En contraste con la narración fantástica del siglo XIX en que el texto se mueve de lo familiar y natural a lo no familiar y sobrenatural, como un viaje a través de un territorio conocido que gradualmente conduce a un territorio desconocido y espantoso, el escritor de lo neofantástico otorga igual validez y verosimilitud a los dos órdenes, y sin ninguna dificultad se mueve con igual libertad y sosiego en ambos”.

El neo-fantástico se distingue del fantástico en que no hay vacilación ni necesariamente miedo, elementos que Todorov consideraba fundamentales en todo relato fantástico. Posiblemente “La metamorfosis” de Kafka sería el relato inaugural de esta clase de fantasía moderna.

Pero yo creo que el slipstream da un paso más allá del neo-fantástico, que lo acerca más a la literatura posmoderna o post-posmoderna pero que también retoma la esencia del fantástico puro, que como dice David Roas, es el conflicto.

Lo que diferencia la literatura posmoderna de la fantástica es que en la primera no se produce un conflicto entre realidad y fantasía, porque el conjunto de la realidad e incluso la propia identidad están bajo sospecha desde la perspectiva posmoderna.

Mi tesis es que, si existe tal cosa como el slipstream, se encontraría en un hipotético punto intermedio, un equilibrio inestable, donde sí hay conflicto, pero ese conflicto es asimilado y superado de alguna forma, en lugar de convertirse en el asunto central.

Autores como Lethem o Palahniuk cuentan historias donde lo fantástico irrumpe de forma conflictiva, pero las herramientas estilísticas y la perspectiva con que nos muestran ese conflicto se parecen más a la literatura posmoderna que al relato fantástico clásico. Lo que consiguen así es ir más allá del conflicto fantástico, pero sin perderlo, apoyarse en él para contar una historia que en el fondo trate de asuntos muy mundanos, y al mismo tiempo posmodernos, como la identidad, el significado o la representación.

La fortaleza de la soledad cuenta la historia de dos chicos de Brooklyn que un día se encuentran un anillo que les concede superpoderes. Y son auténticos superpoderes, no metafóricos: pueden volar, pueden hacerse invisibles de verdad. Pero la novela no trata sobre eso. Lethem consigue que nuestro interés siga centrado en la vida cotidiana de los chicos, en sus conflictos humanos; el elemento fantástico lo que hace es arrojar una luz extraña sobre esos conflictos, dándoles más relieve.

La barrera que separa el slipstream, tal como yo lo entiendo, de la literatura posmoderna es la ironía. El slipstream necesita una base fiable, un pacto de lectura mínimo, porque necesita emocionar, y es muy difícil emocionar cuando el lector pierde toda referencia y todo es susceptible de revelarse como una broma. El escritor slipstream necesita que te creas que lo que estás leyendo es real, no es una representación o un juego.

LA LÓGICA EMOCIONAL

La clave del slipstream está en lograr ese equilibrio entre el lado fantástico y el lado realista sin que uno venza al otro. ¿Cómo se consigue? En mi opinión, mediante las emociones. Llevándolo todo no tanto al terreno de la psicología o de las percepciones, sino al terreno emocional. Buscar que los acontecimientos, tanto los reales como los fantásticos, se acomoden a una misma lógica emocional, una premisa emocional que tenga sentido para los dos mundos.

Al contrario que en la fantasía pura o en la ciencia ficción, donde el hecho fantástico se explica por una lógica externa o alternativa, en el slipstream la lógica se encuentra en el interior de los personajes, en sus emociones.

El mejor ejemplo de esto para mí no se encuentra en una novela, sino en una película: El sexto sentido.



Este es el famoso diálogo entre Malcolm y Cole, el niño. La frase que nos ha quedado a todos es la de “en ocasiones veo muertos”. Pero en realidad, la frase sobre la que se sustenta toda la película, la piedra lógica angular de esta historia es otra, que está ahí en medio, escondida: “Sólo ven lo que quieren ver”. Aceptamos esta premisa sin cuestionarla porque nos la dice un niño llorando, pero en realidad, aquí Shyamalan (fiel discípulo de Spielberg) nos está haciendo comulgar con una rueda de molino increíble. ¿Cómo que “solo ven lo que quieren ver”? ¿Desde cuándo los fantasmas sólo ven lo que quieren ver? Es una ocurrencia original de Shyamalan, pero nos la creemos sin cuestionarla porque 1º no va en contra de lo que creemos saber sobre los fantasmas y 2º de alguna forma parece responder a una lógica emocional; es aceptable que, si ni siquiera sabes que has muerto, tampoco seas consciente de otras cosas, por ejemplo, de que hay otros fantasmas en tu misma situación, o de que la gente se comporta contigo de una forma extraña. Esta frase y no otra es la que permite a Shyamalan construir este guión en el que el protagonista está muerto y no lo sabe. Porque si el personaje de Bruce Willis pudiera ver a los otros fantasmas o fuera consciente de que nadie más que el niño le ve a él se desmoronaría toda la película. De modo que Shyamalan emplea una técnica slipstream que consiste en justificar emocionalmente una lógica inventada y fantástica; y le funciona muy bien.

Extendiendo un poco más este planteamiento, se podría decir que el drama, en general, hace buenas migas con el slipstream o con el fantástico posposmoderno. Esto es así porque cuando le ponemos al lector en un escenario dramático le estamos bajando las defensas, lo estamos desarmando. Y si somos lo suficientemente sutiles podemos aprovechar esa vulnerabilidad para convencerle de lo que queramos: de que hay fantasmas, de que existen los peces conceptuales, de que un hombre se puede transformar en moscas, de que vivimos rodeados de caníbales en una sociedad postnuclear…

Por lo tanto, la prueba del nueve para saber cuándo estamos ante un buen o un mal libro slipstream no sería preguntarnos cuánto nos ha asombrado (como en el fantástico clásico) o desconcertado (como la escritura posmoderna), sino cuánto nos ha conmovido.

Volviendo a la pregunta: ¿qué hace mejor La carretera que todos los libros fantásticos y de terror publicados en los últimos años? Por supuesto, el estilo literario de McCarthy es inseparable del efecto que logra el libro; sobra decir que esta novela no habría ganado el Pulitzer ni habría tenido la repercusión que tuvo de haber estado escrita en una prosa convencional y complaciente como, pongamos por ejemplo, la de Stephen King. Pero más allá del estilo personal de McCarthy, que puede no agradar a muchos, lo que hace superior a este libro sobre todos los libros de género publicados en su época es que La carretera no sólo te hace pasar una insoportable angustia y un verdadero miedo, sino que también te hace llorar. Te emociona y te deja tocado tan profundamente que luego ya no te lo puedes quitar de la cabeza. Esa es la diferencia. Podemos llamarlo slipstream, o simplemente, buena literatura.

lunes, 2 de noviembre de 2009

Tener o no tener


... agente literario, that is the question. Últimamente no hago otra cosa que recibir opiniones contrapuestas, como un fuego cruzado de pros y contras, sensaciones provenientes de autores que han tenido experiencias de lo más dispares.

El escritor X me recomienda que busque agente, porque a él le ha facilitado el trabajo a la hora de negociar con las editoriales y le ha servido para lograr que sus libros sean traducidos y se publiquen en otros mercados. Pero al mismo tiempo el escritor X me advierte de que un amigo suyo, el escritor Y, firmó con una importante agencia literaria, oh gran felicidad, que lo ignoró penosamente durante tres años hasta que finalmente no tuvo más remedio que abandonarla con gran frustración.

Desde otras latitudes, el escritor y periodista T me asegura que la clave está en buscar un agente que esté comenzando a hacer su cartera de representados, alguien que arranque con ganas y que apueste por ti desde el principio.

Por otra parte, el editor y escritor Z me recomienda que no acuda en busca de agente, sino que me siente a esperar que ellos vengan a mí. Parece una buena estrategia, ¿verdad? El problema es que no siempre funciona. Te puedes fosilizar esperando.

El exitoso escritor W, por su parte, me dice que es imprescindible tener agente si me tomo la escritura como una profesión. Simultáneamente, mi amigo el escritor K está convencido de que es un error tomarse la escritura como una profesión, y por tanto no tiene mucho sentido buscarse agente. Esta visión es compartida por la respetada escritora R, que vive muy cómoda sin agente y compaginando los libros con su trabajo docente.

Y mientras decido quién tiene razón yo sigo escribiendo, por si eso sirve de algo.