Roca le ha explicado:
—Yo soy el Recolector.
Por eso ahora están en casa de Coraza, y entre los dos hacen acopio de los cuadernos con sueños matemáticos para cargarlos en la furgoneta. Afuera suenan los cláxones de los coches como si el mundo entero fuera un inmenso atasco.
—Tendrás que irte de aquí en cuanto terminemos —le advierte Roca.
—¿Irme? ¿A dónde?
—A cualquier sitio, no quiero saberlo.
—¿Por qué?
—¿Todavía no lo entiendes? Estás en peligro. Quien ha matado a Anita vendrá a por todos los demás.
Coraza se planta entre Roca y los cuadernos. Dice:
—No dejaré que te los lleves hasta que me lo hayas explicado todo.
—Lo comprendo.
El hombre calvo muestra sus dientes. De pronto Coraza se encuentra con una pistola encañonándole el pecho.
—Hay un traidor entre nosotros —anuncia Roca, encogiéndose de hombros—. Yo sé que no soy yo, pero ¿quién me asegura que no eres tú?
—Ni siquiera sé de qué nosotros hablas. —La visión de la pistola no parece provocarle a Coraza más que una vaga náusea.
—Los doce clientes de Anita. Cada uno con su misión específica. Yo soy el Recolector de los manuscritos. El Químico se encarga de la medicina. Y tú… Ella me advirtió de que tú no estabas bien informado, pero no pensé que fueras tan torpe.
—¿Doce? No me jodas. Empiezo a pensar que Anita tenía realmente un complejo mesiánico.
—¡Calla! —La boca del arma oscila a unos centímetros del mentón de Coraza—. ¡No hables así de ella o te mato aquí mismo!
—Está bien. —Coraza retrocede y se derrumba en una butaca—. Puedes llevarte lo que quieras. De todas formas es un galimatías que no sirve para nada.
Roca enfunda su pistola, se afana en llenar de cuadernos el saco que ha traído y luego se lo echa a la espalda. Resulta ser un enano forzudo.
—Vete de aquí si no quieres acabar como ella —repite antes de abrir la puerta. Saca un teléfono móvil del bolsillo y se lo arroja a Coraza—. Esto es para ti. En la agenda viene mi número, para cuando quieras deshacerte de más papel. Y el del Químico; tarde o temprano tendrás que pedirle más pastillas. Te aseguro que yo soy una monjita de la caridad en comparación con él. Intenta caerle bien.
Se marcha dejando a Coraza en un estado zozobrante entre la alarma y el hastío. Le pesan los miembros, pero el corazón reclama decisiones.
Suena el teléfono móvil en su mano, sobresaltándole.
Roca, entre medio del tráfico:
—Supongo que esto tampoco lo sabes: Anita aparecerá en nuestros sueños cuando llegue el momento, para indicarnos el lugar y el día.
—¿El lugar y el día de qué?
La señal muere.
Coraza sabe que de todas formas no soportaría quedarse allí, escuchando las sirenas de ambulancias a las que ya nadie se molesta en abrir paso, porque ¿para qué? Ya no es posible llegar a tiempo a ningún lado.
En la parte superior de su armario ropero guarda una mochila de montaña, Dios sabrá cuándo se le ocurrió comprarla. Ahora la llena con algo de vestir, cuatro cuadernos en blanco, su bote de píldoras azules, el móvil de Roca y un par de fajos de billetes que escondía detrás de un zócalo.
La línea de metro que lleva al aeropuerto está atestada de viajeros improvisados como él, aferrados a la esperanza de que perdición y salvación son sólo dos puntos marcados sobre un mapa, mera cuestión de kilómetros. En la terminal, Coraza se suma a una de las infinitas colas y finalmente consigue un billete para Turín, con salida a las 13:30.
Quizá no sea tan grave, después de todo. El Fin del Mundo. El Juicio Final. Bah. Sólo un puñado de palabras rimbombantes.
En la cafetería de la terminal todos miran la pantalla de televisión. Los informativos hablan de histeria colectiva. Hay un tipo que quiere golpear al cámara con un crucifijo.
Pero Coraza no es el único que permanece impasible a las noticias. En la mesa de al lado se sientan un hombre y una mujer, enfrentados y en silencio. Coraza advierte que el hombre está pálido y le chirrían los dientes. Aterrorizado. ¿Por qué? Porque la mujer que le sostiene la mirada no debería estar allí, es imposible. En realidad, nadie la ve más que aquel hombre y Coraza. La mujer entreabre los labios, y por ellos asoman las antenas de un insecto que no llega a descubrirse.
—¡Se ha estrellado! —gritan unas voces junto a los ventanales de la terminal—. ¡Un avión que iba a aterrizar ha empezado a dar bandazos y se ha estrellado!
La multitud desesperada corre a contemplar el humo de la pista. Coraza se termina su café y se levanta para marcharse de allí. Ya no le cabe ninguna duda: esta no es la salida.
75.821 palabras... se parece a un título de Enrique Prochazka en la misma editorial
ResponderEliminarTal vez "Un estadio de fútbol y medio millón de caracteres" valga