jueves, 19 de junio de 2008

Zafón reivindica a Cameron



Entrevistar a un escritor es difícil. Con la posible excepción de Boris Izaguirre, los escritores son tipos tan sosos y normales como cualquier hijo de vecino, pero eso sí, con el potencial necesario para convertirse en extraordinariamente tediosos y plomizos ante las preguntas del entrevistador adecuado.

Hace unos días Lorena Berdún hizo una larga entrevista a Carlos Ruiz Zafón en su programa "Balas de plata", a las tantas de la noche. El esfuerzo de haber aguantado al invitado anterior y los interminables bloques de publicidad estaba a punto de caer en saco roto cuando finalmente Zafón, por iniciativa propia, dijo algo que captó mi interés.

En realidad se trataba de una idea que él ya ha repetido en otras entrevistas, y que aquí desenvainó de nuevo con intención polemista ante la frustrante indiferencia de la entrevistadora: la idea es que la mejor narrativa de los últimos cincuenta años se ha producido en el mundo de la televisión y el cine norteamericanos. Osea que García Márquez, Salinger, Grass, Calvino, Wolfe, King, Ishiguro, Saramago, Carver y todos los grandes escritores contemporáneos que nos puedan venir a la mente no son nada en comparación con los buenos guionistas de Hollywood. Toma ya.

El caso es que yo estoy bastante de acuerdo. Pero molaría que alguien más cualificado que yo le enmendara la plana a Zafón, aunque solo fuera por darle el gusto de discutir.

Todo esto tiene que ver con el eterno y falso dilema entre escritores de argumento y escritores de estilo, lo que Rafael Reig escenificaba como una esperpéntica guerra civil en su Manual de literatura para caníbales:

Los monárquicos detestaban el argumento. Les parecía chabacano, algo propio de las novelas rosa o de las novelas del Oeste. Los republicanos, en cambio, no toleraban las novelas en las que no pasa nada.
(Por cierto que el monarca despótico respondía al nombre de Xavier I y no era otro que Javier Marías. Reig pensó que el autor madrileño encajaría la parodia con sentido del humor, pero resultó que no.)

Está claro que Ruiz Zafón escribe y defiende las novelas en las que pasan muchas cosas. Y está más claro todavía que esas son las novelas que encandilan al público masivamente, por más que los críticos se rasguen las vestiduras. Más aún, Ruiz Zafón es un autor de género, no realista, y no se le caen los anillos en reivindicar productos del más puro entretenimiento hollywoodiense como Aliens, de James Cameron.

La entrevistadora no hizo ningún comentario. Le pareció la cosa más normal del mundo. O a lo mejor pensaba que James Cameron era un autor culto de la nouvelle vague.

Yo estuve a punto de soltar la lagrimita.

 

lunes, 16 de junio de 2008

El suicidio en directo



Hablando de cosas que dan miedo. Echad un ojo a la noticia, la foto, el vídeo. Y luego mirad en qué sección del periódico aparece.

Eso sí que pone los pelos de punta.

sábado, 14 de junio de 2008

El incidente

Voy a intentar escribir esta entrada sin spoilers, pero no sé si lo conseguiré. Estáis avisados.

Daba muy mala espina que M. Night Shyamalan, a estas alturas, hubiera tenido problemas para encontrar quien le produjera su nueva película, y que sólo consiguiera cerrar el trato con la Fox después de una reescritura intensa del guión. Está claro que Shyamalan ha logrado dilapidar con sus últimas películas el crédito que acumulaba de sus primeras. Ya casi nadie está muy seguro de que su nombre sea una garantía de éxito o de excelencia, y después de ver El incidente debo admitir que cada vez más se trata de un autor al que hay que "perdonarle" demasiadas cosas para poder entrar en su juego.

Yo todavía se las perdono, todavía veo el vaso medio lleno. Pero sospecho que las críticas y las recaudaciones van a dar la espalda a la última película de Shyamalan.

A ver, no voy a contar de qué trata la película, pero pertenece al género de supervivencia apocalíptica, es decir, que sigue la peripecia de un grupito de personas escapando de una amenaza global y misteriosa.

Shyamalan nunca se ha caracterizado por la densidad y el rigor lógico de sus planteamientos sobrenaturales. Todo lo contrario, siempre busca los arquetipos narrativos y los elementos naturales más simples, porque no son más que un escenario o una plataforma para elevar a categoría épica conflictos internos de los personajes que pertenecen a la pura cotidianidad: en este caso, la incomunicación de una pareja.

Muchos espectadores no perdonan la aparente ingenuidad o puerilidad de las premisas fantásticas en sus películas. Viene sucediendo desde El protegido y volverá a suceder con El incidente. Esos espectadores no se conforman con la elegancia de la metáfora, quieren más chicha, quieren explicaciones convincentes. Y en El incidente no las van a tener.

Eso sí, para alivio de muchos, El incidente se encuentra en las antípodas La joven del agua en cuanto a tono y estilo visual. Aquí Shyamalan no escatima un poco de carnaza en forma de sustos, sangre, buenas secuencias de suspense e imágenes impactantes (sólo por un par de ellas merece la pena ver El incidente), pero se mantiene fiel a su esquema de apostar por una sola idea y mantenerla hasta el final con todas las consecuencias. En este caso, la idea vectora sirve para conducir a los personajes a un grado progresivamente mayor de aislamiento, hasta que se encuentren al fin solos y tengan esa experiencia íntima que debe resolverlo todo.

Silly.

Ese es el adjetivo que más veces he contado al bucear un poco por los foros de internet donde se discute sobre Shyamalan. Dicen que sus películas son una tontería. En gran medida él mismo se lo ha buscado con sus decisiones, sus planteamientos minimalistas y sus resoluciones sacadas de la manga, pero son decisiones que no provienen de su incompetencia sino de su osadía, y por eso mismo yo no sólo le perdono sino que me quito el sombrero.

Tal vez el problema es que Shyamalan le reclama al espectador una ingenuidad propia de otros tiempos, los tiempos de Hitchcock. Alguien ha dicho que El incidente es como Los pájaros pero sin los pájaros. Y si Los pájaros se hubiera estrenado en 2008, en vez de 1963, estoy seguro de que el director británico hubiera recibido las mismas críticas que recibirá Shyamalan.

Lo que yo le critico a Shyamalan no es su naïveté, sino su empecinamiento en algunos vicios que no le ayudan nada a conectar con el espectador medio. ¿Por qué todos sus protagonistas masculinos actúan como si estuvieran parcialmente lobotomizados? Eso tenía sentido en El sexto sentido, valga la redundancia. Pero alguien debería llamarle por teléfono a Shyamalan y gritarle: "¡Eh, tío, que el prota de aquella película estaba muerto, pero los demás están vivos!"
La interpretación de Mark Wahlberg es tan neutra y fría que me ha hecho replantearme mi opinión sobre el modesto trabajo de Thomas Jane en La niebla de Stephen King. Y lo peor de todo es que la plana interpretación de Wahlberg, sin ninguna duda, venía impuesta por el director. A su lado, John Leguizamo parece un histriónico fuera de sus cabales. Sospecho que lo que pretende Shyamalan es dotar a sus protagonistas de un aura mítica, o mística, como si realmente caminaran un palmo por encima del resto de los mortales. ¿Con qué propósito? No lo sé. 

Por otra parte, Shyamalan vuelve a repetir el error de El protegido que consistía en presentar a una pareja con problemas de distanciamiento y frialdad, pero sin ningún punto de conflicto concreto y palpable entre ellos. El personaje de Zooey Deschanel se presenta como una mujer extraña y problemática, pero luego no la vemos hacer nada extraño ni problemático; su papel en el grupo de supervivientes no es diferente al de cualquier otro, prácticamente hasta el final.

Y si la relación entre los dos protagonistas no nos emociona, ni siquiera nos interesa, entonces toda la película fracasa. Shyamalan, como otras veces, hace coincidir el clímax personal con el sobrenatural, asociando explícitamente las dos cuestiones, e incluso sugiriendo una especie de explicación afectivo-espiritual para todo el apocalipsis. La naturaleza se venga de los hombres porque no hay suficiente amor en el mundo, o que no hablamos lo suficiente con las plantas, o algo así.

Eso es lo malo y lo bueno que tiene Shyamalan. Pero yo lo prefiero así, pretencioso y honesto. Me interesan mucho más sus historias, aunque a veces provoquen un sonrojo de vergüenza ajena, que el trabajo que pueda hacer como realizador, por ejemplo, de la última entrega de Harry Potter.

Lo que quiero decir es que M. Night Shyamalan es un autor.

Autor.

Y de esos bichos no abundan.


jueves, 12 de junio de 2008

Ooooooooooh!


A los españoles nos encanta ir a Nueva York y luego comentarlo de pasada, como quitándole importancia: "La última vez que estuve en Nueva York fui a tal o cual tienda..."

Vamós allá.

La última vez que estuve en Nueva York era agosto de 1999. Fui con un amigo y recorrimos todos los highlights típicos, incluido el World Trade Center. Pero ocurrió que una tarde estábamos demasiado asfixiados para seguir pateando asfalto, y decicimos meternos en los multicines del Lincoln Center.

La verdad, no había ninguna película que nos llamara la atención. Pero nos daba igual. Compramos una caja de palomitas supergigante y nos metimos a ver una de Bruce Willis que acababan de estrenar. Parecía de terror, pero... venga ya, con Bruce Willis seguro que te partes el culo.

Además yo no conocía de nada al director, lo cual era un síntoma inequívoco de que la película sería un bodrio, puesto que mis conocimientos cinematográficos no conocían parangón. Pero bueno.

Se apagaron las luces, comenzó "The sixth sense". A mi amigo le quedó claro muy pronto que Bruce Willis no iba a soltar muchas paridas y se echó su correspondiente siesta. Pero yo estaba hipnotizado. La película tenía algo. No era una película de fantasmas como cualquiera de las que yo había visto. Daba miedo, pero no sólo eso. El crío. El puñetero Haley Joel Osment. ¿Cómo era posible que un niño actuara así? Las escenas con su madre, para echarse a llorar.

Y llegó el final.

Agosto de 1999. La película debía llevar una semana en cartel, según mis cálculos. Así que puedo jactarme de ser uno de los primeros espectadores mundiales en ver "El sexto sentido", sin equivocarme mucho. Nadie sabía nada de la película.

Malcolm Crowe mira el anillo que rueda por el suelo. Luego mira sus dedos, desnudos. Y comprende.

Un murmullo de asombro se extiende por el patio de butacas, como una ovación: ¡Oooooooooooh!

Lo juro, yo también dije "Ohhh". Mi amigo me pegó un codazo y preguntó: "¿qué pasa, qué pasa?".

Que está muerto, dije.

¿Qué?

Que Bruce Willis está muerto.

El resto no importaba. Recuperar el aliento. Asumir la magnitud y la inteligencia del engaño. Fijarse en el nombre del director-guionista y grabarlo a fuego en la memoria.

Esta película va a ser un éxito bestial, le dije a mi amigo cuando salimos a la calle. Bah, no creo, dijo él. Seguía haciendo mucho calor en Central Park. Los caballos de las calesas para turistas seguían cagándose por todas partes. La vida continuaba igual para toda la humanidad.

Pero para mí, ese "oooooooh" del público, sincero, sorprendido, visceral, fue casi como una revelación, una experiencia mística. Eso es lo máximo a lo que puede aspirar un narrador, un contador de historias, ya sea escritas o audiovisuales. Conseguir una exclamación así vale por toda una vida. Emocionar, asombrar, cortar la respiración al lector/espectador durante un breve instante. Ahí está todo.

Mañana estrenan la nueva película de Shyamalan. Me gustará, seguro, porque soy un incondicional, uno de esos fanboys estúpidos que creen tener una sintonía personal con el autor. Me gustó "La joven del agua", así que...


lunes, 9 de junio de 2008

Si leemos sin música, ¿por qué escribimos con música?


Suena el despertador a las 06:20 AM. Me levanto sigilosamente, voy a la cocina, caliento una taza de café en el microondas y me encierro con cuidado en el despacho. A esta hora los niños duermen y por nada del mundo se me ocurriría poner música que pudiera despertarlos. Así que escribo a pelo, en silencio, con mi café y mis ideas todavía entreveradas de sueños delirantes.

Resultado: si algo de lo que yo escribo merece la pena, seguro que me ha salido durante esos ratos silenciosos de madrugada.

Porque la forma ideal de escribir, mantengo, es sin música.

¿Qué sucede, entonces? Que no somos cartujos. La vida diaria del urbanita actual (y más la del papá urbanita) está llena de ruidos, distracciones, obligaciones y compromisos horarios. En mi caso la burbuja no dura más de una hora y media, con suerte dos horas. Luego estalla y se precipita sobre uno la avalancha de interrupciones. Ahí es donde entra en juego la música.

La música es una barrera. ¿Por qué Stephen King escribió sus primeras novelas con música de AC/DC a todo volumen? Porque vivía en un trailer. Con dos hijos. ¿Os lo podéis imaginar? Apuesto a que dejó de escribir con heavy metal en cuanto pudo comprarse su famosa casita de Bangor, con un estudio bien apartado del mundanal ruido.

La música, también, es un diapasón emocional. Cuando nos sentamos delante del ordenador, cansados al final de la jornada o aprovechando un rato tonto después de comer, poner una determinada música puede ayudarnos a coger el tono adecuado, a sintonizar con el drama y la atmósfera de nuestra historia.

Emilio Bueso ha confesado en este mismo blog que escribe en compañía de Alice Cooper. Y de gentuza peor, estoy seguro. Yo no podría. Ni siquiera en las escenas más sangrientas y tormentosas. No puedo escribir con la adrenalina disparada por mi sistema nervioso. En mi caso, el rock es un buen acompañante para hacer jogging por el parque y pensar las ideas, pero no para ponerlas sobre un papel.

Para el acto de escribir, me va un rollo mucho más blandito: Clint Mansell, Airlock, Thomas Newman, Philip Glass, Wim Mertens.

Ahora que me doy cuenta, últimamente estoy pasando una fase minimalista, tanto en lo músical como en lo literario. Hum, tendré que consultarlo con mi psiquiatra.

Mientras tanto, emularé al maestro y me aplicaré medicina de la buena:

domingo, 8 de junio de 2008

Space Shuttle Generation


Esos somos nosotros: los que nacimos después de la llegada del hombre a la Luna y (si Sarkozy no lo remedia) habremos fenecido para cuando el hombre llegue a Marte.

La última vez que un astronauta pisó la Luna fue el 7 de diciembre de 1972.

¿Qué narices ha pasado desde entonces hasta ahora con la carrera espacial? Bueno, pues básicamente dos cosas:

La primera: la disolución de la URSS. Desde 1989 ya no existe ninguna "carrera" espacial, porque sólo hay un corredor.

La segunda: el transbordador espacial.

El jodido transbordador espacial.

Un chisme muy práctico y barato porque se puede reutilizar, y que además tiene capacidad para llevar a un puñado de gente, astronautas como los de las películas, pero... ¿adónde? A ningún sitio. A dar vueltas alrededor de la tierra. A la ISS. Y punto pelota. Ni pensar en adentrarse por el espacio. ¿Arrimarse a otro planeta? Ni en sueños.

¿Entonces cuáles han sido los hitos astronáuticos que han marcado la imaginación y la sensibilidad de nuestra generación? Pues básicamente dos:



La explosión del Challenger en 1986.



La explosión del Columbia en 2003.

No es muy inspirador, ¿verdad? No son precisamente hazañas que exalten el Espíritu del Hombre, ¿eh? que hagan soñar con galaxias lejanas y horizontes por conquistar.

Los escritores de ciencia-ficción de esta generación merecen un monumento. No existe un género más desprestigiado en el imaginario colectivo de nuestra época que la ciencia-ficción espacial. Olé por vosotros. Sois el paradigma de la generación perdida.

Si las cosas no se tuercen, nuestros hijos tendrán más suerte. Verán al hombre pisando el suelo rojo de Marte, en directo vía satélite, y ese minuto (si dios se apiada de la humanidad) será el minuto de mayor audiencia de toda la historia de la televisión.

Para nosotros ya es tarde. Nuestro minuto de oro es el de Chikilicuatre en Eurovisión. Estamos condenados.

miércoles, 4 de junio de 2008

¿Quién quiere abofetear a Joe Hill?


No, no, no hagan cola, era una pregunta retórica. Le deseo lo mejor al autor de "El traje del muerto", y además no me gustaría verme envuelto en pleitos transoceánicos por incitar a la violencia contra un miembro de la HWA.

En realidad no quiero hablar de Joe Hill. Al menos no hasta la última línea.

Porque este post inaugural es un homenaje a mí mismo, como no podía ser de otra manera. Una reivindicación de mis orígenes y mis patologías.

Todos los que nacimos a comienzos de los setenta y nos dedicamos a escribir literatura fantástica o de terror debemos mucho a Stephen King. Lo tenemos en un pedestal y se lo perdonamos todo. La mitad de los giros estilísticos que empleamos en nuestros relatos están directamente inspirados en el estilo de King. Y la otra mitad suele ser la aburrida.

Todo nuestro imaginario fantástico-terrorífico se formó en los años ochenta con las novelas de King y con las películas de tipejos tan atrabiliarios como John Carpenter, John Landis, Tobe Hooper, Wes Craven o George A. Romero.

Es lo que hay.

¿Y sabéis qué? No estaban tan mal, aquellas películas. Algunas eran realmente buenas. Divertidas. Con monstruos que eran viscosos de verdad, torpones y estúpidos, manejados por manos y cables, y no las criaturas perfectas de ahora, ágiles y virtuosamente renderizadas, pero sin alma. Había algo así como una ingenuidad resplandeciente en esas películas. Los colores chillones. La música de sintetizador. La sinceridad del engaño.

Este de abajo es el comienzo de la película que más miedo me ha hecho pasar en toda mi vida. Yo tenía diez años, los mismos que el niño al que vemos recibiendo un soplamocos de su padre por leer revistas de terror. Mis padres se limitaban a menear la cabeza levemente preocupados cuando me veían llegar a casa con Mad Movies o L'ecran fantastique, pero de todas formas, la identificación con aquel chaval de la película fue instantánea, inevitable.

Me siguen pareciendo los títulos de crédito más fardones de la historia del cine. La música todavía me pone los pelos de punta.

Ah, y el niño que sale es Joe Hill. Por eso el título.