martes, 31 de marzo de 2009

"Infierno nevado" en Ociozero



Gracias al trabajo y el talento de gente como Juan Ángel Laguna Edroso, el desaparecido portal Ociojoven ha tenido brillante continuidad en Ociozero. Allí encontraréis foros y reseñas interesantes sobre cine, literatura, cómic y juegos.

Y me satisface mucho anunciar que allí también podréis encontrar una nueva reseña de mi novela "Infierno nevado". El libró salió hace tres años y está demostrando tener una discreta pero saludable longevidad. Ojalá dure mil años. O eones. Porque ya se sabe que no está muerto quien puede yacer eternamente, y eso incluye a los libros (de papel).

jueves, 26 de marzo de 2009

Harlan el Grande


Este es un fragmento del documental sobre el genial escritor Harlan Ellison titulado "Dreams with sharp teeth".

El corte se titula "Pay the writer". Está claro, ¿no?




miércoles, 18 de marzo de 2009

Lo que perdimos, de Catherine O'Flynn




Los fantasmas siempre vuelven para hacernos sentir culpables de algo. Puede ser algo que hicimos o algo que no hicimos. Puede que nuestro pecado esté relacionado con la persona muerta o puede que no. La misión del fantasma, en todo caso, es despertar los recuerdos más profundamente enterrados en nuestra conciencia, empujarnos con una linterna en la cueva donde no querríamos volver a adentrarnos jamás.

Todos los personajes de Lo que perdimos tienen algo que ocultar. Lisa, la vendedora de discos; Kurt, el vigilante del centro comercial; sus hermanos, sus padres, sus compañeros. Incluso la pequeña Kate, la adorable niña de la portada, esconde un misterio que no comprenderemos por completo hasta el final. Y me refiero a la última página del libro; porque este es uno de esos libros que asume a rajatabla el concepto de intriga y la mantiene en suspenso hasta el último renglón, guardándonos un buen puñado de sorpresas para el trecho final del camino.

Cómo me gusta esta manera de narrar en la que parece que la historia se desmigaja, salteada de divagaciones, amenaza con perderse entre conversaciones y relaciones colaterales sin (aparentemente) mucho sentido, para luego ir anudándose en un único hilo, fuerte y coherentemente dirigido hacia el desenlace. Está claro que Catherine O'Flynn domina la técnica del "sembrar y recoger", según la cual puedes hacer creer al lector-espectador cualquier cosa con tal de que lo hayas avisado antes. Y encima tendrá la sensación de que no podía ser de otra manera. El objetivo es conseguir sacarle el tan satisfactorio "a-há, claro, ¿cómo no me había dado cuenta?".

Pero lo mejor de Catherine O'Flynn no es su dominio de la intriga, sino la construcción de personajes, gente tan cercana que nos podría resultar aburrida si no fuera por el amplísimo abanico de recursos emocionales que O'Flynn despliega para que nos impliquemos con ellos, para que nos importe lo que les pasa por la cabeza o les ensombrece el alma. Personas normales que solo aspiran a estar orgullosas de sí mismas y de la vida que llevan: la épica del mundo real.

Reconozco también que el libro me ha impactado porque se mueve exactamente por las coordenadas de género por las que me gusta pasearme a mí cuando escribo. No estoy seguro de cómo se podría denominar está clase de literatura, y no me apetece inventarme etiquetas, pero si hubiera que ordenar una estantería ideal yo intentaría persuadir al librero para que colocase Rojo alma, negro sombra lo más cerca posible de Lo que perdimos. Por ejemplo.

martes, 17 de marzo de 2009

lunes, 16 de marzo de 2009

Caramelos de colores


Cuando tenía nueve años mis padres nos llevaron a mi hermano y a mí a ver una película titulada "El barco de la muerte". No estaba autorizada para menores de 18, pero seamos comprensivos: noche calurosa de agosto, Benidorm, cine al aire libre. ¿Qué peligro podía existir para una familia de bien en plena Avenida del Mediterráneo? 

El suelo era de gravilla y las sillas de hierro, al estilo terraza. La gente hablaba y comía bocadillos. Cuando la película me aburría, levantaba la vista y me entretenía contando los pisos del hotel Don Pancho que se elevaba por encima de nosotros; me imaginaba a los ricachones que se hospedaban en él, que además de ricos, tenían la suerte de poder ver el cine gratis desde sus balcones. Qué injusto era el mundo.

Mi hermano prefería la técnica de taparse los ojos y atisbar la película entre los dedos desde el primer minuto hasta el último, cosa que yo nunca comprendí. ¿Qué emoción tiene ir al cine si te tapas los ojos? Valiente e insensato, yo dejaba que se grabaran en mis retinas todos los sustos y todas las imágenes grotescas de la película. Corría el año 1981; una época en la que el cine de terror de serie B no se caracterizaba por su sutileza y su buen gusto.

La verdad es que no recuerdo apenas nada de la película. Pero sí recuerdo la visión que más me impactó, y no fue ningún esqueleto en semidescomposición. Fue un bote de caramelos.

Un bote de cristal lleno de apetitosos caramelos de colores. El último objeto que nadie esperaría encontrar en los camarotes de un buque fantasma. Una tentación irresistible para un niño, y también para un adulto desesperado y hambriento. Como aquella mujer, la que por fin se decidía a abrir el bote y comerse una de aquellas bolas brillantes... Mejor no os cuento lo que le ocurría después. Lo que le pasaba a su cara.

Creo que desde aquel día mi hermano detesta las películas de terror; ni con mano ni sin mano, se niega rotundamente a verlas. En cuanto a mí... Bueno, digamos que el cine de terror se convirtió en mi particular bote de caramelos de colores. Desde entonces, cada vez que pasaba por delante del cartel de una de aquellas películas se me aceleraba el corazón y me entraba una inexplicable ansiedad por verla cuanto antes, aun a sabiendas de que allí solo encontraría imágenes horribles y nuevo material para mis pesadillas. Tiburón 2, Tentáculos, Piraña... Ah, aquellas inenarrables producciones italoamericanas de los años ochenta...

Un psiquiatra tendría algo que decir al respecto, seguro. Quizá mis padres cometieron un error fatal al detenerse ante aquel cine de Benidorm y comprar cuatro entradas, en vez de seguir disfrutando del paseo nocturno por la avenida. Una equivocación con consecuencias trágicas para mi psique, me temo.

Aunque de un tiempo a esta parte creo que me estoy curando. Ya no me apetece tanto destapar el bote de cristal y meter la mano para comerme un caramelo. No me divierto viendo películas de terror igual que antes. Soy muy capaz de resistir la tentación de sus colores chillones, de su sabor punzante y su textura pegajosa. Vamos, que me estoy quitando.

Mi secreto es muy sencillo: ahora soy yo el que fabrica los caramelos. Puedo echarles el azúcar que quiera. Puedo pintarlos del color que quiera. Pero lo más divertido, la verdadera tentación irresistible, es cuando llega el momento de inyectarles el veneno.

Gracias, papás.

martes, 10 de marzo de 2009

5 millones de dólares


Ya sé que parece que me quiero apuntar a una moda, pero vuelvo a tropezarme con la noticia de otra novela "literaria" (si es que eso significa algo) con elemento sobrenatural que triunfa espectacularmente.

Se rumorea que la autora Audrey Niffenegger ha recibido un anticipo de 5 millones de dólares por su segunda novela, titulada Su pavorosa simetría: "una historia sobrenatural sobre dos hermanos gemelos que heredan un apartamento cerca de un cementerio de Londres y se enredan en las vidas de los otros residentes y del fantasma de su tía muerta".

Quienes han pagado (supuestamente) tan suculento anticipo son los editores de Scribner, que también publican a best-sellers como Stephen King, como se encarga de subrayar el agente de Niffenegger con un ligero tono de superioridad, como si publicar a un autora "literaria" como ella redimiese a la editorial de su pecado al publicar a escritores más comerciales.

¿Cuál es la diferencia entre la "ficción literaria" y la otra? ¿Alguien me la puede explicar? ¿no se trata simplemente de buena o mala literatura?

jueves, 5 de marzo de 2009

(suspiro)



Juan Palomo en El Cultural:

Esta temporada Seix Barral lanza Lo que perdimos, de Catherine O’Flynn, uno de esos libros que nos reconcilian con la letra pequeña de la literatura, repleta de obras rechazadas que luego fueron éxitos mundiales (J. K. Rowling, Holding, John Kennedy Toole). El último lo protagoniza O’Flynn (1970), una ex funcionaria de correos irlandesa que ha vivido mucho tiempo en Barcelona, y que envió su primera novela, Lo que perdimos, a decenas de agentes y editores. En balde. A nadie parecía interesar esta historia de fantasmas en la que un empleado de seguridad de un centro comercial de Birmingham descubre en unas cámaras de circuito cerrado a una niña que había desaparecido hacía veinte años. Unos veinte agentes literarios de su país rechazaron el libro de esta mujer que, mientras, se ganaba la vida como dependienta y taquillera, hasta que una pequeña editorial, Tindal Street Press, apostó por un libro que ha sido el éxito de la temporada pasada en Gran Bretaña: además, ha conquistado el premio Costa a la mejor primera novela del año (el antiguo Whitbread), el Galaxy British Book Award, el Jelf Group Award, y ha sido finalista del Booker, del Guardian First Book, del Commonwealth Writers prize....

(Suspiro, suspiro, suspiro...)


lunes, 2 de marzo de 2009

Las correcciones (infinitas)




Qué gran novela, por cierto, la de Jonathan Franzen. Cuando sea mayor quiero escribir un tocho así de bueno. Por el momento me conformo con novelitas de ochentamil palabras peladas, que oye, de vez en cuando le dan alegrías a uno.

Pero no quiero ni pensar lo que debe ser corregir un manuscrito de 736 páginas. Atravesar el Gobi de rodillas. Descender a pulmón la fosa de las Marianas. Estoy seguro de que Franzen tenía otro título pensado cuando comenzó a escribir su obra maestra.

Corregir tiene su parte bonita, también. A veces encuentras fragmentos tan buenos que parece que los ha escrito otro. Son esos momentos de euforia que menciona Stephen King en su libro de memorias, en los que te dices: Hey, I'm fucking Shakespeare! Y pasas página, relamiéndote, con la convicción de que lo que has escrito no puede ser mejorado, ¡es imposible! ¡Adelante, campeón!

Pero siempre se puede mejorar. Esa es la maldición y la tortura de las correcciones. Nunca terminan. Su duración depende solo de tu grado de exigencia. Tarde o temprano te tienes que enfrentar al momento de: "Venga, ya, así se queda, y a correr". Y a menudo ese momento llega demasiado pronto. Nos rendimos. Somos indulgentes. Nos conformamos. Y viva la mediocridad.

La parte puramente técnica es la menos dolorosa. Gracias al Panhispánico de dudas (que todo escritor debería tener en su barra de favoritos, sin excusa) uno puede averiguar fácilmente si se dice "obedecerle" u "obedecerlo". Y os aseguro que eso no es ninguna tontería para un navarro afincado en Madrid.

El problema es cuando te encuentras con partes, episodios enteros que sencillamente no acaban de funcionar, y no tienes muy claro dónde está el problema. Ahí no existe diccionario que pueda ayudarte. Más bien hay que confiarse a tu lector de cabecera: mujer, amigo, editor, quien sea. Y por mucho que duela, escucharle atentamente y no cabrearte cuando te diga que ha encontrado unas goteras lógicas del tamaño de las cataratas del Niágara.

Yo soy de los que no dejan leer la novela a nadie hasta que estoy muy seguro del texto. Seguramente es una mala estrategia, pero mi ego asmático no está para muchos sustos. Prefiero las sentencias inapelables a los consejos, las cartas de rechazo a los "si cambiases". Soy una rata cobarde. Aunque una rata que se exige bastante a sí misma. Creo que eso me salva, por ahora.

Por otra parte, hay cosas que sencillamente no se pueden corregir. Osea, tu puedes reescribir un capítulo entero si hace falta, cambiarle el nombre a la chica protagonista, cambiar el título, retocar todos sus diálogos de tu novela. Pero no puedes escribir otra novela. Si has escrito un thriller sobre el espionaje en la industria de la soja transgénica, no puedes retocarlo para que parezca un romance urbano postmoderno. Cuando escribes el punto final, la novela ya tiene su género y su naturaleza ahí colgando entre las páginas, es inútil travestirla.

En eso estamos. Corrigiendo. Atravesando el desierto de rodillas, como un peregrino. Espero que los dioses recompensen mi penitencia.