Me sucede una cosa curiosa. Supongamos que me aburro en la playa y decido acercarme al quiosco cercano para buscar una buena novela de terror. Misión imposible: ni buena ni mala, no hay una sola novela de terror. Así que cojo lo más parecido que encuentro, una cosa de John Katzenberg titulada Retrato en sangre, pago los diez euros correspondientes y me la llevo a la tumbona.
Pero entonces la abro, y en las primeras líneas me encuentro con algo así como:
—Al habla la detective Barren. ¿Qué ocurre?
En ese mismo instante cierro el libro. No puedo seguir. Ya no me interesa. ¿Por qué?
Hum, interesante cuestión sobre la que pensar, bajo el sol bondadoso de Menorca y con la narcotizante brisa marina en el rostro.
Llego a la conclusión de que pierdo el interés en cuanto aparece un policía, y no digamos si el protagonista de la novela es un policía. Porque entonces ya no es de terror, sino novela negra. Ya no se trata de quién va a morir, sino de quién es el asesino. El novelista me va a demostrar lo inteligente que es urdiendo tramas, me va a engañar presentándome a un falso asesino para luego sorprenderme con un giro inesperado, aunque bien sembrado a lo largo del relato para que yo diga "¡claro! ¿cómo no se me había ocurrido antes?". Al final se incluye una escena de tensión física muy cercana al género de terror, pero sólo aparentemente, porque nuestro protagonista lleva arma y llegado el momento sabemos que el fiambre no lo aportará él sino el villano de la función.
Cuando el protagonista es un profesional de las armas y del crimen sabemos que no hay nada que temer, por eso la novela negra es lo más opuesto que existe a la novela de terror, y por eso a mí no me interesa demasiado.
El terror es una emoción que no permite la intermediación de profesionales competentes, es decir: tenemos que poner a la hipotética víctima (todavía viva, no como en las novelas negras, donde siempre comienzan muertas) en contacto directo con el Mal, con el Fenómeno Extraño, con la Amenaza. Tenemos que palpar la incapacidad del protagonista para tratar con algo que le supera, y por tanto le produce miedo. Nos identificamos con su desorientación y su falta de respuestas.
Para un escritor de terror siempre es un engorro lidiar con la policía. Porque inevitablemente llega un capítulo en el que nuestro protagonista asustado debe coger el teléfono y contar a las autoridades lo que está sucediendo (salvo que se encuentre aislado, o sea el último superviviente sobre la Tierra). No podemos obviar esa reacción, porque es lo que todos haríamos si alguna vez nos enfrentáramos con un fenómeno terrible y amenazante: llamar a la pasma.
Pero en una novela de terror, los policías: A) Son absolutamente ineptos y no sirven de ninguna ayuda, o B) No creen las palabras del protagonista y le toman por un loco. De ninguna manera cabe la figura del policía duro y eficiente en la novela de terror.
¿Y El silencio de los corderos? Según este criterio, no sería una novela-película de terror sino negra. Pero intervienen otros factores, por supuesto. Está Hannibal Lecter, por un lado. Y está Clarice Starling, que es una agente del FBI, sí, pero a la que en todo momento vemos superada por la situación, y de hecho su enfrentamiento final con el asesino Buffalo Bill se debe a un error, en esa espléndida secuencia doble del asalto policial.
Es decir: el terror sólo admite la intervención de las fuerzas del orden cuando la pifian, cuando no resuelven nada, cuando están tan expuestos a ser masacrados como el resto de los mortales.
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