Quien camina por el borde de un precipicio no está para que le hablen de experimentos ni de riesgos. Lo que quiere es seguridad; un árbol donde agarrarse, quizá, con las raíces bien ancladas en la tierra. Estas son las cosas que se me ocurren mientras termino de leer El juego del ángel, de Carlos Ruiz Zafón, un libro tan clásico en su fondo y en su forma que podría haber sido escrito perfectamente hace cien años.
Un libro que ha vendido 1.200.000 ejemplares en nuestro país. Y sigue contando.
La publicidad influye, por supuesto, y la distribución al estilo invasión de los Hunos. Pero no seamos tan cortos de vista; el libro se vende porque dice algo que a la gente le gusta oír. ¿Y qué es lo que la gente quiere oír, a día de hoy, en nuestros tiempos de crisis y de incertidumbre? Al parecer, historias imposiblemente románticas que transcurren en ciudades brumosas y cubiertas de hojarasca otoñal, con personajes de abrigos largos que compiten a ver quién vive en un caserón más lúgubre, y que tienen la costumbre de citarse en cementerios siempre durante crepúsculos del color de la sangre. Perdón si este resumen ha sonado caricaturesco, pero estoy seguro de que el propio Zafón estará dispuesto a reconocer un buen puñado de excesos en la ambientación gótica de su novela.
Zafón también está dispuesto a admitir, cuando se lo preguntan, que su novela guarda cierto parentesco con El corazón del ángel, de William Hjortsberg, y no me refiero únicamente al apellido del título. Si Andreas Corelli no es Louis Cypher que baje Satán y lo vea. Pero da lo mismo; tampoco fue Hjortsberg el que inventó los pactos fáusticos, ¿no es cierto?
En todo caso, lo que me inquieta de El juego del ángel no es que Zafón se haya inspirado más o menos en clásicos alemanes o en cult movies de los ochenta. No está prohibido. Lo que me llena de desasosiego es la increíble aceptación que una novela tan monolíticamente clásica está teniendo entre la masa lectora de 2008. Zafón es un escritor de una pieza, domina el oficio y su prosa no tiene apenas grietas donde hincarle el diente; si alguien lo compara con Dickens o Poe yo digo amén, no les falta razón.
El problema es que Dickens murió en 1870 y Poe en 1849.
Ha llovido desde entonces. Y se han escrito libros, muchos libros. ¿Para qué?
Esto se veía venir, claro. Incluso yo me di cuenta el día que mi editor comenzó a frotarse las manos por encima del manuscrito de mi primera novela tratando de convencerme de que no era de terror, ni hablar de eso, sino novela histórica. (Por desgracia para ambos, yo tenía razón.) El público quiere evasiones seguras, contrastables en los libros de historia o cómodamente redundantes con emociones y sensaciones que ya han experimentado muchas veces: territorios explorados.
Y por eso me da pena. Porque El juego del ángel es un monumento metaliterario al libro como biblia, como libro de libros, como almanaque del pasado. Todo el asunto del Cementerio de los Libros Olvidados parece una declaración de principios: no hay nada nuevo bajo el sol, todas las historias ya han sido escritas. ¿Y cuál es el lugar que queda para la sorpresa, el riesgo, la incertidumbre y el vértigo de adentrarte por un territorio jamás explorado? Es posible que sólo sea un fallo de mi percepción, como lector habitual de terror. Es posible que El juego del ángel resulte sorprendente y vertiginoso para toda la inmensa mayoría de lectores a la que jamás se le ha pasado por la cabeza aventurarse por la literatura de género. Eso explicaría por qué les gusta tanto a mi suegro y a mi madre.
Vale, ya me he desahogado. Ahora mi crítica del libro: Fabulosamente escrito, historia bien urdida, ambientes evocadores, misterio hasta la última línea. Le sobran unas doscientas páginas de cháchara y de visitas nocturnas en viejas mansiones, eso sí. Pero por lo demás es una buena novela.
Oh, y Planeta es una editorial maravillosa. (Guiño, guiño, guiño)
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