Contar historias es predicar. Siempre. Y da igual que el autor haga su causa del nihilismo o del cinismo más iconoclasta, porque en definitiva lo que importa es la actitud del lector; y los lectores, inevitablemente, experimentamos todas las ficciones como si fueran parábolas. Por eso concedemos tanta importancia a los finales. Somos capaces de extraer la moraleja hasta de un listín telefónico, si nos da por pensar que todos los abonados son personajes de un elíptico drama social.
Viéndolo de esta forma, el debate sobre la necesidad o no de que el autor juegue con los simbolismos y con las metáforas en sus narraciones es completamente superfluo. Si el autor decide no escribir pensando en los subtextos morales, religiosos o sociales de su propia obra el lector se encargará de hacerlo por él. No hay escapatoria.
Cualquier historia tiene al menos tres niveles de lectura, tres canales por los que establece algún tipo de comunicación con el lector. Lo que primero nos llega es la trama explícita, la peripecia física de los personajes: la fuga de una prisión, un romance imposible, la colonización de un planeta. Por debajo laten las metáforas, que pueden ser psicológicas (superación de traumas, proceso de individuación), sociales (lucha de clases, injusticias, racismo), éticas (venganza, perdón, castigo) o directamente doctrinales (religión, política). Pero existe un tercer nivel más difícil de controlar para el autor, puramente emocional, que es el que establece la comunicación más íntima con el lector. Este tercer nivel está hecho de destellos, momentos o flashes aislados en los que la historia nos toca la tecla sensible y nos implica de un modo personal con los acontecimientos narrados. El problema es que cada lector tiene el teclado de la sensibilidad afinado en diferente escala, y no existe una melodía que suene igual de bien para todo el mundo. Es una lotería, y aquí el autor sólo puede confiarse a su intuición.
La isla de cemento es una novela ideal para diseccionar estos tres niveles de comunicación, porque es sencilla y transparente como una radiografía. J.G. Ballard es un autor de ciencia ficción famoso por sus distopías, es decir, que sus historias casi siempre son interpretables en clave social, como avisos de hasta dónde puede llegar el progreso desmedido, etc. Y la historia de Robert Maitland encaja como un guante en esa vocación: un arquitecto de éxito se sale de la carretera al volante de su Jaguar y queda malherido en un estercolero con forma de triángulo delimitado por tres ruidosas autopistas, a merced de una pareja de estrafalarios vagabundos que deciden retenerlo como prisionero (trama explícita). La metáfora sobre la marginación y sobre el individualismo de la sociedad (nadie echa de menos a Maitland en su ciudad, ningún automovilista se detiene a recogerlo cuando consigue asomarse a la autopista) es tan obvia que ni siquiera se puede considerar metáfora. Más sugerente es la lectura psicológica, que el autor también hace explícita en la parte final del relato: cuando Maitland está a punto de imponer su autoridad sobre sus captores, comienza a preguntarse si tiene verdadero sentido salir de aquella isla. El viaje a ninguna parte de Robert Maitland se revela así como un viaje interior, mucho menos épico y mucho más oscuro de lo que pensábamos. Es posible que no entendamos las motivaciones finales de Maitland y por eso odiemos el libro; igual que odiamos todas las parábolas sin happy end, porque nos suenan a regañina.
Pero lo que más me interesa del libro se halla en ese tercer nivel emocional, difícil de definir y construido por instantes aislados, por imágenes o escenas que por sí mismas bastarían para justificar la necesidad de toda la novela (sucede lo mismo con escenas puntuales de algunas películas). Estos momentos de especial intensidad o resonancia dramática suelen surgir siempre de la electricidad entre los personajes: si hemos creado buenos caracteres, vivos y llenos de aristas, y nuestra historia les lleva a colisionar en el instante preciso, conseguiremos dar con el ansiado abracadabra para abrir el alma del lector y hacerle tambalearse de pies a cabeza.
Ballard, en esta novela, me ha hecho tambalear con un simple gesto del protagonista: cuando, resignado a su destino y bordeando ya la locura, se baja la cremallera y se pone a orinar sobre el rostro del pobre Proctor, un gigantón retrasado mental que no tiene recursos para responder a semejante humillación. La terrible crueldad de Maitland es un puñetazo en el rostro del lector, que hasta entonces tenía bien ubicado a cada personaje en su lugar, y un aviso de que no estamos ante el simple relato de una evasión o un ensayo sobre la marginación. Hay algo más oscuro por debajo, una sombra que se desliza desde las páginas del libro hasta nuestras tripas y deja allí un nudo muy incómodo. Un nudo que no se desata con interpretaciones simbólicas ni sociales, porque escapa de toda lógica. Tiene que ver con que la vida es más jodida y compleja que la literatura, seguramente.
Para tropezarse con esos momentos de súbita intensidad, con esas fallas dramáticas en mitad de la llanura del relato, es imprescindible escribir sin mapa (por usar la famosa terminología de Javier Marías), sin un plano detallado de cada uno de los hitos del camino. Está bien que pensemos en símbolos y subtextos cuando nos ponemos a escribir una historia, pero en cierta manera, al hacerlos demasiado conscientes corremos el peligro de desactivarlos, de desvirtuarlos por completo o reducirlos a puro adoctrinamiento. Como dice David Lynch: "Uno debe abandonarse a su intuición: sabemos más de lo que creemos".
Quizá no sea cuestión de abandonarse (viendo las últimas películas de Lynch, habría que recomendarle un poco menos de abandono), pero sin ese mínimo margen para la improvisación, digo yo, la historia que salga de nuestra pluma será como una de esas autopistas que delimitan la isla de cemento de Ballard: rápidas, cómodas, veloces, eficientes, bien señalizadas... pero ciegas a lo verdaderamente emocionante, lo que ocurre cuneta abajo, donde nadie quiere volver la vista.
Independientemente de la lectura que quieras (y/o puedas) darle a un texto determinado, están las pretensiones comunicativas de su autor. Él sabe exactamente qué es lo que quería decir y ha tratado de hacerlo del mejor modo del que ha sido capaz, con o sin sutilezas mediante.
ResponderEliminarUn buen escritor sabrá hacerse entender, sabrá transmitir sus emociones a todos los que acudan a él con una comprensión lectora y una actitud receptiva en sintonía con la vida que haya tras sus textos.
Si eso no basta, le pones un e-mail al figura (o le buscas por la FNAC) y le preguntas qué es lo que quería decir exactamente con tal o cual aspecto de su novela. Hoy día, todos estamos a un tiro de piedra de nuestros lectores. Sin ir más lejos, a mí me han preguntado media docena de veces por la dimensión crítica de mi trabajo.
Esto de las parábolas, las alegorías y las segundas lecturas no suele ser tan subjetivo. A menudo es un hecho contrastable y constatable, como lo es la comunicación.
Su factor interpretativo no anula nada, salvo a algunos escritores, que no saben expresarse; y a algunos lectores, que sólo saben leer las mismas mierdas de siempre.
Yo creo, pongamos, que es evidente que Matheson quiso hablar de la soledad del rebelde frente a la masa social absorbente en "Soy Leyenda". Me la trae al fresco si en Hollywood no han trabajado con eso: los daños colaterales de ese tipo no invalidan el mensaje original, ni lo desvirtúan ni lo degradan.
Aquí lo que pasa en realidad es que si el poeta apunta a la luna los imbéciles se quedarán siempre mirándole el dedo.
Posiblemente Matheson pensó primero en la historia apocalíptica de vampiros y después (o sobre la marcha) se dio cuenta de su propia metáfora, potenciándola. Pero es cierto que hay autores como Sánchez Piñol que sí escriben pensando muy claramente en el subtexto de su historia. Yo lo aplaudo (estoy a favor de apuntar a la luna, siempre, a riesgo de que te tachen de pretencioso o se te queden mirando el dedo, o la puntuación) pero creo que ser demasiado consciente de tu propia tesis desde el comienzo es peligroso: para que una narración tenga vida y respire tiene que fluir hasta cierto punto con libertad.
ResponderEliminarSin embargo yo en "Soy leyenda" siempre he interpretado un mensaje contrario al de Emilio. Lo diferente tiende a convertirse en lo malo, sea justo o no, y es la mayoría la que impone la norma... Pero aquí el debate no es sobre "Soy leyenda", sino sobre los simbolismos. Y lo malo de ellos es que al igual que en la mayoría de los convenios colectivos, pueden provocar interpretaciones absolutamente dispares.
ResponderEliminarSi son demasiado claros, no funcionan por evidentes y poco elegantes; y si tiene que buscarlos cada uno, puede encontrar algo diferente a lo previsto y totalmente diferente a lo que el autor pretendía transmitir. Por eso yo no creo demasiado en los simbolismos, en las parábolas o en las fábulas.
Además me molestan mucho los mensajes subliminales que se supone que han de llegar sin que me entere.
Una vez dije:
-Cuando el dedo señala la luna, el imbecil mira el dedo,
Y me contestaron:
-Sí, pero es que la luna no puede hacerme nada, y este tipo puede meterme el dedo en el ojo.
Joder, pues tenía razón (y ahora buscad el simbolismo de la anécdota).