Mansiones encantadas. ¿A qué niño no le atraen las mansiones encantadas? Ninguno se resiste a la posibilidad de inmiscuirse en el lugar donde viven los fantasmas, aunque sepan (o porque saben) que se tratará de fantasmas de pega, de señores disfrazados, con música de miedo, juegos de espejos y telarañas de algodón.
En la mansión encantada del parque Senda Viva, un actor caracterizado de jorobado nos conduce por los salones de una casa donde vivió cierta niña mucho tiempo atrás. Una niña enferma, muy enferma, se nos cuenta, seguramente envenenada por las pociones que le administraba la bruja encargada de su cuidado. Entre sobresaltos de ventanas que se abren y armarios que se desploman, llegamos al sótano donde la muchacha encontró al fin la liberación de sus sufrimientos: un baúl del que surgieron espíritus benefactores que se la llevaron flotando a su reino, para siempre jamás.
Qué historia tan triste, ¿no? Si obviamos el despliegue de truenos, risas y calderos burbujeantes, lo que se nos cuenta es el relato de una niña envenenada hasta morir.
Pero he aquí que el escritor de terror (léase "yo"), una vez superado el bochorno secreto que le produce asistir a la parodia de su amado género para mayor gloria de los más pequeños, se queda pensando que los creadores de aquella casa encantada no han hecho otra cosa que resumir apresuradamente y con buena puntería la esencia de todas las historias de miedo.
Y la revelación es: la esencia del terror es la tristeza.
Debe ser así, no hay más remedio, puesto que el terror siempre es un terror asociado a la muerte: miedo de los muertos, miedo de que el bicho te coja y te mate, miedo de estar muerto y no saberlo. Variaciones sobre un mismo tema. No hay alternativa. No hay historia de terror que no ronde una fosa en el suelo, llena o vacía.
Y entonces el escritor comprende por qué el género de terror se presta tanto a la parodia, al humor. A fin de cuentas se trata de escapar de lo inevitable, de burlar la muerte. La risa y el pánico no habitan en regiones demasiado lejanas en nuestro cerebro.
Sin embargo, se dice el escritor (¿por qué hablo en tercera persona? ni idea), no es obligatorio abordar las historias sobrenaturales desde la más absoluta seriedad y tristeza, como los clásicos, ni desde el humor más descacharrante del cine adolescente. Se puede caminar entre dos aguas. Se puede sintonizar una señal intermedia que nos permita tomarnos en serio la metáfora aunque no perdamos de vista que se trata de una metáfora, de un juego de representaciones, con efectos de luz, sorpresas y música de miedo; todo para no caer en la desesperación que implicaría hablar directamente de las verdaderas cuestiones: el vacío, la muerte, la pérdida, el sinsentido. Pero hablando de ellas.
Stephen King lleva treinta años haciéndolo, por cierto. Él fue quien empezó a quitarle las telarañas al género; las metió todas en un baúl, junto al resto de tópicos y atrezzo barato, y se las envió por correo a las mansiones del terror diseminadas por todo el planeta.
Pero es un trabajo inacabable. En cuanto te descuidas, te sale una telaraña en una esquina de la página (es lo que tiene merodear por cementerios). Entonces no te queda más remedio que borrar y comenzar a escribir de nuevo.
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