Ayer me presentaron a Manuel Hidalgo un minuto antes de sentarme junto a él delante de un micrófono y medio centenar de personas de la mejor calidad del mundo (de mi mundo, para el caso). Se trataba de presentar Rojo alma, negro sombra, mi segunda novela, y el lugar elegido fue la Casa del Libro de la calle Fuencarral en Madrid. Subrayo que conocí a Manuel Hidalgo un minuto antes para dar idea de lo perdido que andaba yo respecto a lo que podía decir o cuál podía ser la opinión de alguien como Manuel Hidalgo sobre una novela del pelaje de la mía.
A ver si me explico: Manuel Hidalgo es un maestro del realismo. Pero realismo a lo bestia, sin concesiones. (Con una posible excepción: La infanta baila, mi próxima lectura). Rojo alma, negro sombra no sólo está habitada por ciertos fantasmas escurridizos, sino que su estilo y su tono merodean descaradamente por los géneros del suspense y el terror. Rebobinemos: faltan cinco minutos para que empiece la presentación de mi novela y todavía no he podido intercambiar una sola palabra con Manuel Hidalgo, mi realista presentador. Sonrisas nerviosas, el corazón al galope. Lo bueno de ser tímido y torpe es que nadie espera grandes cosas de ti en el terreno del espectáculo; todos tus amigos dan por sentado que en algún momento vas a tropezarte, o vas a quedarte trabado en una palabra, o vas a pifiarla de cualquier manera. El listón de las espectativas suele estar bastante bajo, digamos. Pero el caso es que yo mismo había propuesto el nombre de Manuel Hidalgo para la presentación y empezaba a preguntarme si aquello no habría sido una terrible, terrible idea. Me acababa de leer Lo que el aire mueve. Esa novela es un prodigio de diálogos y caracterización de personajes, por algo le dieron el premio que le dieron, pero, a ver si me entendéis... el acontecimiento central de la novela es una primera comunión. Y el tío consigue que la tensión se mantenga y funcione perfectamente durante el relato minucioso de una primera comunión. Entonces llego yo con mi novela de fantasmas, psicópatas, historias truculentas y tormentas de rayos. (De los helicópteros hablaré otro día). Para echarse a temblar, ¿no?
Javier Azpeitia comenzó el acto hablando de Julio César y de la Guerra de las Galias. De movimientos de cuerpos y de movimientos de almas. Sólo con sus palabras yo ya podría haberme elevado hasta el techo, hinchado como un globo, y salir volando por la ventana. (Qué puedo decir de Chavi sin que parezca peloteo, él fue quien confió en mi novela en primer lugar). Pero entonces tomó el micrófono Manuel Hidalgo. Se le veía cómodo, tranquilo, muy en paz con su conciencia. Todo lo contrario que yo. Y se puso a hablar.
Es entonces cuando comencé a vivir una experiencia extra-corpórea, al más puro estilo Jiménez del Oso. Me veía a mí mismo desde arriba, junto a Hidalgo y a Azpeitia, veía a toda la gente que escuchaba atentamente, amigos, empleados, veía incluso a los camareros vestidos de negro preparando el cátering en unas mesas recónditas. Creo que hubiera podido abandonar por completo la escena y marcharme por la calle Fuencarral a dar un garbeo astral sin ningún problema. Eso, en realidad, habría sido mucho más fácil que quedarme dentro de aquel cuerpo sentado y pasmado y coger el micrófono para hablar después de que terminara la intervención de Manuel Hidalgo.
Lo que dijo Hidalgo, además de superlativo y escandalosamente inmerecido, demostraba con qué insolente facilidad puede un tipo listo coger una novela como esta, radiografiarla en un solo vistazo, desplumarla y darle la vuelta como un calcetín sin despeinarse una cana. Vio los defectos con la misma nitidez que los aciertos y los subtextos pretendidamente herméticos, por supuesto, pero aquellos se los reservó para nuestra charla posterior, en privado. Todo lo que dijo fue bueno, mejor, bárbaro. Pero por debajo de las bellas y sesudas palabras, lo que me tranquilizó de verdad, el bálsamo que me hizo meterme otra vez en mi piel, retomar los mandos de mi sistema nervioso y tratar de no hacer demasiado el ridículo en mi turno de réplica, fue notar que la novela le había gustado. Mucho o poco, pero le había gustado. Contra todo pronóstico, incluso. Y confieso una cosa: encuentro un regocijo extra en el hecho de haber engatusado con mi historia de sombras susurrantes a un autor (y lector) tan puramente realista como Hidalgo. Sólo espero que por el camino no me haya dejado a los lectores más afines al género, los que no necesitan más metáforas ni más metafísicas que las de un buen relato de suspense. Ojalá esté sumando y no restando o cambiando.
En fin, siento haber escrito una entrada tan egocéntrica, pero qué queréis, ayer fue mi día, y sigo con resaca. Dejadme que me lo crea un poquito, luego prometo volver a la cruda realidad.
Gracias a toda la buena gente que asistió, preparó y me acompañó en la presentación. Y a Manuel, que ya es un amiguete mal que le pese.
:-)
ResponderEliminarYa hablaremos tú y yo.
Joder, la frase de Emilio suena a amenaza (a pesar del emoticono que ya sé interpretar)...
ResponderEliminarTiembla, Ismael
Cuando publicas algo es como darle un cuchillo al lector y luego ponerle el cuello. Así que adelante, no tengo miedo, podéis cortarme en rebanadas si lo merezco.
ResponderEliminarCasi me destrozais el libro, el tuyo, nuestro
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