lunes, 29 de septiembre de 2008

El mejor invento de la humanidad



El mecanismo funciona así. Estoy leyendo el suplemento de libros del New York Times por internet (uno es así de guay, qué le vamos a hacer) y me encuentro un artículo sobre Victor Pelevin. Al parecer se trata del escritor ruso más rompedor e interesante del momento, y su última novela lleva un título que inmediatamente capta mi atención: El libro sagrado del hombre lobo. Dice:

La historia es contada por una ninfa que cambia de forma llamada Hu-Li, una prostituta asiática de lujo, pelirroja, que tiene aproximadamente 2,000 años, pero aparenta 14. Su nombre está sacado de la expresión china para nombrar el espíritu de zorro. De día, Hu-Li vive en un laberinto oscuro bajo la grada de un complejo ecuestre en el Parque de Bitsevsky en Moscú; por la noche, ella trabaja en el elitista Hotel Nacional, cazando a banqueros de la inversión.
Aunque puede parecer una ordinaria (pero excepcionalmente atractiva) trabajadora sexual, Hu-Li es una criatura sobrenatural, "un imitador profesional de una muchacha adolescente con grandes ojos inocentes " quien atrapa a sus clientes sacando de repente su cola de zorro y usándola como un arma de rayos para introducir hipnóticamente fantasías carnales en las mentes de sus clientes. Aunque los hombres sientan los placeres en la carne, cualquier cámara de hotel revelaría que la zorra no tomó ninguna parte física en la gimnasia. Los hombres retozan solos.


El artículo habla tan bien del autor que inmediatamente me dirijo a una librería y, aunque la última novela todavía no ha sido traducida, encuentro otra titulada El meñique de Buda (Mondadori). La hojeo y tiene buena pinta, pero los veinte euros me hacen dudar. Además, estoy demasiado excitado, casi febril, de haber visto mi novela (¡por fin!) en la mesa de novedades de la librería y no soy capaz de tomar ninguna decisión, de modo que me voy de la tienda sin comprar.

Pero esa tarde, aprovechando la visita de rigor a la biblioteca municipal para el intercambio de Mortadelos (tengo dos niños pequeños), me adentro en la sección de adultos y busco el apellido Pelevin. Pues bien, ahí está. Y no sólo El meñique de Buda, sino todos sus libros traducidos al español, al alcance de mi mano.

Este es el mejor invento de la humanidad: que yo pueda coger ese pequeño montón de libros y llevármelo a mi casa para hojearlo con tranquilidad, sin gastar un duro, con el único compromiso de devolverlos en perfecto estado al cabo de quince días. Siempre me asombro de la poca gente que hay en la biblioteca municipal, teniendo en cuenta la densidad del barrio donde vivo en el centro de Madrid. ¿Dónde está el resto del mundo? ¿No leen? ¿No se han enterado de que existe este servicio y que funciona maravillosamente? Es un misterio para mí.

Tengo dos fantasías (un poco patéticas, admitámoslo) relacionadas con mis libros. La primera es el momento en que vea a alguien leyendo mi novela en el metro. Tendré que respirar profundo y contenerme para no presentarme y darle un abrazo. La segunda es el momento en que vea mi novela en las estanterías de la biblioteca municipal, con su pegatina verde en el lomo —(MAR-104, o algo así)—, bien currada y con las puntas dobladas de haber pasado por tantas manos. A unos les habrá encantado y otros la habrán abandonado en las primeras páginas, pero ahí continuará, en su garita de metal, durante años y años mientras sus hermanas de las librerías ya habrán pasado a mejor vida y no se espere la llegada de ninguna más porque el libro esté definitivamente descatalogado.

Que Dios guarde por siempre a las bibliotecas municipales en su limbo libre y gratuito. Y que no venga el político de turno a joderla con un recorte de gastos.


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