miércoles, 25 de febrero de 2009

Gordon/Mamet




Hay películas que no se pueden recomendar por muchas razones (por ejemplo, si no quieres perder la amistad de alguien que te tiene por una persona sana y de buen gusto), pero que están infectadas de algo que las convierte en extraordinarias o únicas, dignas de guardarse en un rincón de la videoteca como un extraño tesoro, o como un licor dulce y venenoso para nuestros invitados más selectos. Este es el caso de Edmond.

El lunes pasado me decidí a poner mi dedo omnímodo sobre el título de esta película en la pantalla táctil del videoclub, estimulado por el apellido de Mamet y por el actor protagonista, William H. Macy. Entre el videoclub y mi casa distan aproximadamente quinientos metros. Recorrí todos y cada uno de ellos pensando que el Stuart Gordon que figuraba en la portada como director debía de ser otro Stuart Gordon. Gordon es un apellido muy común en América, ¿no? Y de ninguna manera podía tratarse del autor de Re-animator y Space Truckers, el mismo al que yo imaginaba disfrutando de una jubilación anticipada en la Costa Brava a cuenta de la Fantastic Factory. Imposible.

Oh, pues resultó que sí, es él. El auténtico Stuart Gordon, adaptando una obra del genial David Mamet. Y por si quedaba alguna duda, ahí está Jeffrey Combs haciendo un cameo en mitad de la película, como recepcionista granujiento dispuesto a tocar las narices del protagonista. Se echa de menos a Barbara Crampton, vale, pero uno no puede menos que celebrar la intromisión de Mamet en la elección de los actores (que jamás participarían en una de las películas habituales de Gordon, seamos claros).

Macy interpreta a un prototípico hombre del traje gris que una buena noche decide romper con su mujer, con su trabajo, con sus prejuicios y con el mundo entero para darse un paseo por el lado más salvaje de la vida, desmelenarse en una aventura sin rumbo fijo. Y como todas las aventuras sin rumbo, la suya acaba en la perdición. Es una historia contada en clave de fábula para adultos, con cartas de tarot, sexo, racismo y violencia. Hay mucha filosofía y mucho mal rollo, pero sobre todo lo último.

El personaje de Macy nos revuelve las tripas de principio a fin, desde que lo vemos regateando con las prostitutas hasta el sórdido final carcelario, pasando por sus estallidos de ira sanguinaria. Su transformación resulta al mismo tiempo forzada y perfectamente conducida por el guionista, igual que le sucedía al personaje de Michael Douglas en Un día de furia. Pero Un día de furia es una comedia tronchante, comparada con Edmond.

Stuart Gordon no es Scorsese, para qué engañarnos, y Edmond no es Taxi Driver. Pero la moraleja de esta insólita producción, al menos para mí, es que la combinación de un libreto magistral (todo lo intelectualoide que se quiera) y un maestro de lo grotesco (sin complejos hacia el lado oscuro y cutre de la vida), puede resultar ocasionalmente en un pequeño milagro indecente, incorrecto, anticomercial como esta película.

Unos buenos diálogos nunca hicieron daño a un guión. Igual que unos buenos actores. Puede que Stuart Gordon se haya divertido más haciendo otras películas. Puede que siga siendo (merecidamente) recordado por Re-animator hasta el final de sus días. Pero sospecho que él es consciente de no haber estado nunca tan cerca de parir algo realmente bueno. Importante, dentro de su absoluta marginalidad. Una historia de miedo de verdad, por decirlo de alguna forma.

En fin, que entre tanto fasto y celebración por las Grandes Películas Del Año me apetecía reivindicar esta historia tan pequeña y bizarra.

Para muestra, un botón.

Is everybody in this town insane???




lunes, 23 de febrero de 2009

10.000 horas




Dice Malcolm Gladwell que para triunfar lo único que necesitas es tener 10.000 horas a tu disposición para practicar mucho en aquello que te interese hasta que consigas al fin convertirte en un genio mundialmente reconocido como los Beatles o Bill Gates.

Bueno, no sé si dice exactamente eso porque no he leído el libro ni pienso hacerlo. Pero para el caso, me sirve la reflexión.

Saco mi calculadora de última generación. Tecleo 2 por 365, que vendría a ser la media de horas que escribo a lo largo de un año. Divido 10.000 entre 730 y me salen 13,69 años. Teniendo en cuenta que empecé a escribir en serio hace exactamente 3,69 años (sí, qué pasa, me coincide), eso significa que a este ritmo me quedan 10 años para llegar a ser un escritor genial y mundialmente reconocido.

10 años. Parece bastante razonable. Teniendo en cuenta que a un escritor se le considera joven hasta bien entrados los cincuenta, creo que me salen las cuentas, sí. Qué narices, voy sobrado.

Y el caso es que yo iba a hablar de los Oscars, de los años en que lo emitían en abierto por TVE y yo trasnochaba para tragármelos en casa de mis padres como un auténtico nerd, como esa simpática chica de Alcobendas que ayer salió en el Plus tan sonriente y emocionada. Pero es que no he visto ninguna de las películas importantes de este año y la de Woody Allen me parece un espanto, así que no tengo mucho que opinar.

Además me pasa una cosa con Penélope Cruz, y es que por alguna razón me despierta el recuerdo obsesivo de Susana Hoffs, la morenita de las Bangles. Ah, si hubiera empezado a escribir en los ochenta ya andaría codeándome con Bill Gates...




sábado, 21 de febrero de 2009

Coraza (IV)




Roca le ha explicado:
—Yo soy el Recolector.
Por eso ahora están en casa de Coraza, y entre los dos hacen acopio de los cuadernos con sueños matemáticos para cargarlos en la furgoneta. Afuera suenan los cláxones de los coches como si el mundo entero fuera un inmenso atasco.
—Tendrás que irte de aquí en cuanto terminemos —le advierte Roca.
—¿Irme? ¿A dónde?
—A cualquier sitio, no quiero saberlo.
—¿Por qué?
—¿Todavía no lo entiendes? Estás en peligro. Quien ha matado a Anita vendrá a por todos los demás.
Coraza se planta entre Roca y los cuadernos. Dice:
—No dejaré que te los lleves hasta que me lo hayas explicado todo.
—Lo comprendo.
El hombre calvo muestra sus dientes. De pronto Coraza se encuentra con una pistola encañonándole el pecho.
—Hay un traidor entre nosotros —anuncia Roca, encogiéndose de hombros—. Yo sé que no soy yo, pero ¿quién me asegura que no eres tú?
—Ni siquiera sé de qué nosotros hablas. —La visión de la pistola no parece provocarle a Coraza más que una vaga náusea.
—Los doce clientes de Anita. Cada uno con su misión específica. Yo soy el Recolector de los manuscritos. El Químico se encarga de la medicina. Y tú… Ella me advirtió de que tú no estabas bien informado, pero no pensé que fueras tan torpe.
—¿Doce? No me jodas. Empiezo a pensar que Anita tenía realmente un complejo mesiánico.
—¡Calla! —La boca del arma oscila a unos centímetros del mentón de Coraza—. ¡No hables así de ella o te mato aquí mismo!
—Está bien. —Coraza retrocede y se derrumba en una butaca—. Puedes llevarte lo que quieras. De todas formas es un galimatías que no sirve para nada.
Roca enfunda su pistola, se afana en llenar de cuadernos el saco que ha traído y luego se lo echa a la espalda. Resulta ser un enano forzudo.
—Vete de aquí si no quieres acabar como ella —repite antes de abrir la puerta. Saca un teléfono móvil del bolsillo y se lo arroja a Coraza—. Esto es para ti. En la agenda viene mi número, para cuando quieras deshacerte de más papel. Y el del Químico; tarde o temprano tendrás que pedirle más pastillas. Te aseguro que yo soy una monjita de la caridad en comparación con él. Intenta caerle bien.
Se marcha dejando a Coraza en un estado zozobrante entre la alarma y el hastío. Le pesan los miembros, pero el corazón reclama decisiones.
Suena el teléfono móvil en su mano, sobresaltándole.
Roca, entre medio del tráfico:
—Supongo que esto tampoco lo sabes: Anita aparecerá en nuestros sueños cuando llegue el momento, para indicarnos el lugar y el día.
—¿El lugar y el día de qué?
La señal muere.
Coraza sabe que de todas formas no soportaría quedarse allí, escuchando las sirenas de ambulancias a las que ya nadie se molesta en abrir paso, porque ¿para qué? Ya no es posible llegar a tiempo a ningún lado.
En la parte superior de su armario ropero guarda una mochila de montaña, Dios sabrá cuándo se le ocurrió comprarla. Ahora la llena con algo de vestir, cuatro cuadernos en blanco, su bote de píldoras azules, el móvil de Roca y un par de fajos de billetes que escondía detrás de un zócalo.
La línea de metro que lleva al aeropuerto está atestada de viajeros improvisados como él, aferrados a la esperanza de que perdición y salvación son sólo dos puntos marcados sobre un mapa, mera cuestión de kilómetros. En la terminal, Coraza se suma a una de las infinitas colas y finalmente consigue un billete para Turín, con salida a las 13:30.
Quizá no sea tan grave, después de todo. El Fin del Mundo. El Juicio Final. Bah. Sólo un puñado de palabras rimbombantes.
En la cafetería de la terminal todos miran la pantalla de televisión. Los informativos hablan de histeria colectiva. Hay un tipo que quiere golpear al cámara con un crucifijo.
Pero Coraza no es el único que permanece impasible a las noticias. En la mesa de al lado se sientan un hombre y una mujer, enfrentados y en silencio. Coraza advierte que el hombre está pálido y le chirrían los dientes. Aterrorizado. ¿Por qué? Porque la mujer que le sostiene la mirada no debería estar allí, es imposible. En realidad, nadie la ve más que aquel hombre y Coraza. La mujer entreabre los labios, y por ellos asoman las antenas de un insecto que no llega a descubrirse.
—¡Se ha estrellado! —gritan unas voces junto a los ventanales de la terminal—. ¡Un avión que iba a aterrizar ha empezado a dar bandazos y se ha estrellado!
La multitud desesperada corre a contemplar el humo de la pista. Coraza se termina su café y se levanta para marcharse de allí. Ya no le cabe ninguna duda: esta no es la salida.


martes, 17 de febrero de 2009

75.821 palabras


Acabo de hacerlo. He puesto el punto final a la nueva novela. Momento de euforia, celebración, nerviosismo y angustia. ¿Gustará? ¿Se editará?

75.821 palabras, dice el contador del Word. Unos cuantos de esos centenares se caerán, serán reemplazados por otros cientos diferentes en el proceso de reescritura. Pero ahora lo que toca es imprimir, guardar en un cajón y dejar pasar unas semanas. Luego la sacaré, la leeré de un tirón y seré capaz de juzgar, para corregir.

El documento tiene un título, pero también el título será sometido a juicio, así que me lo callo por ahora. La fantasía juega un papel fundamental en esta novela, eso sí puedo adelantarlo. También hay un misterio histórico, pero no tiene nada que ver con Felipe II, ni con Gaudí, ni con Leonardo DaVinci. Mis personajes no son tan importantes.

75.821 palabras. Un puñado de nombres inventados. Peripecias que nunca tuvieron lugar. Nada más que eso se esconde detrás de un punto final.

Entonces.... ¿por qué de pronto me siento tan solo?


domingo, 15 de febrero de 2009

El mundo de Christina



Copiando a Vilar-Bou, voy a hablar de pintura en mi blog. Qué diablos.

La próxima vez que visite el MoMA de Nueva York (lo siento, me apetecía empezar un post con esta frase de cateto snob) pienso detenerme a mirar con detalle este famoso cuadro de Andrew Wyeth titulado Christina's world.

¿Qué tiene esta pintura, aparentemente apacible, que la hace tan inquietante? Lo único que vemos es un bello campo de Maine con una muchacha recostada en primer plano y una granja al fondo. Se trata de Christina Olson, la vecina de Wyeth por aquellas fechas (1948).

¿Por qué nos inquieta su postura?

¿Por qué nos inquieta no verle el rostro?

¿Por qué parece amenazada? ¿Y por qué tenemos la sensación de que en aquella casa no hay nadie que pueda ayudarla?

Existe una historia detrás del cuadro. Christina Olson sufría una extraña enfermedad que paralizaba sus piernas. Y cuando lo sabemos, la distancia que vemos entre ella y la granja se transforma de súbito en un abismo insalvable. Pensamos que tal vez haya sufrido algún ataque de un animal, o un leve percance, y que morirá antes de haber logrado auxilio.

De hecho, si dejamos volar un poco nuestra oscura imaginación, nos daremos cuenta de que Cristina ya está muerta cuando Wyeth la retrata. Es un cadáver reptante. Mirad sus brazos. Ahora imaginad su rostro.

Pero nada de eso está en el cuadro, por supuesto. Igual que se puede escribir entre líneas, Wyeth demuestra que también se puede pintar entre líneas.

Quizá el mismo Wyeth se estremeció al darse cuenta de lo que en realidad estaba retratando. Antes de terminar el cuadro, escribió una carta a su madre en la que decía:

Nobody has seen it, but living with it as I work has made me feel certain that it goes way beyond my other work.

Wyeth supo que sería recordado por aquel cuadro, se dio cuenta del poder que emanaba de él incluso antes de habérselo mostrado a nadie.

Confieso que yo he descubierto este cuadro por casualidad en un libro de arte fantástico, y no gracias a mi vasto conocimiento sobre el arte rural norteamericano del último siglo. Pero resulta que al otro lado del océano todo el mundo ha oído hablar de El mundo de Cristina e incluso se menciona como inspiración de películas recientes como Tideland de Terry Gilliam y El bosque de M. Night Shyamalan.

Lo de Shyamalan tiene mucho sentido, creo yo. El director de El sexto sentido ha demostrado con sus películas que lo que no se muestra puede provocar más ansiedad y terror que lo que sí se muestra. Al parecer hay quien encuadra a Andrew Wyeth dentro del "realismo mágico" pictórico. Yo no entiendo de arte ni de escuelas pictóricas, y no veo nada de mágico en este cuadro, pero creo que entiendo a qué se refieren. Lo fantástico y lo ominoso surgen en la cabeza de quien mira el cuadro espontáneamente.

O tal vez sea sólo mi mente perturbada, no lo sé.

En fin, me gustaría escribir como Wyeth pintaba. Ser capaz de acelerar el pulso del lector mostrando la simple espalda de una mujer, un prado y una casa al fondo.

Aunque yo le guardaría una sorpresa entre las sombras de ese granero, me temo. Justo cuando ella piensa que está a salvo...


lunes, 9 de febrero de 2009

King + Kindle2


Ya es oficial. Stephen King se sube al carro del e-book con una novela en exclusiva para el nuevo Kindle2, por el módico precio de 2,99 dólares.

Bueno, eso y otros 359 dólares para el aparatito. Ja.



domingo, 8 de febrero de 2009

El culpable de todo



Sí, es él, no sintáis lástima ni os dejéis engañar por el brillo inocente de su naricita.

El culpable de todo.

Por fin, gracias a las intensas lluvias de las últimas semanas, he logrado comprender dónde está el origen de la crisis mundial que nos azota: los perros con chubasquero.

O me estoy volviendo loco, o este es un principio palmario e incontrovertible sobre el que la humanidad podría llegar a un consenso universal:

LOS PERROS NO NECESITAN CHUBASQUERO.

Indiscutible, ¿verdad? Sin embargo, ahí están, correteando alegres y tratando de reproducirse a nuestro alrededor. Perritos con chubasquero. Perritos con jersey. Mil clases de juguetes y chucherías para perritos. Estupidez humana sobre indignidad canina.

En realidad me da igual lo que la gente haga con sus perros, por supuesto. Lo que me inquieta de verdad es la sospecha de que mi mente funciona exactamente igual que la de los propietarios de esos chuchos abrigados. Solo que yo no tengo perro. Pero tengo otras aficiones, otras manías, y probablemente algunos de mis hábitos consumistas resulten igual de imbéciles vistos desde fuera. Seré honesto: una buena parte de las cosas que adquiero y uso diariamente son tan inútiles y estúpidas como los chubasqueros para perros. Galletas dietéticas con chocolate. El último disco de Nashville Pussy. Heineken embotellada al doble de precio que la misma Heineken enlatada. Mi último modelo de iPod.

Entras en El Corte Inglés a comprarte un sencillo reproductor de DVD y te encuentras con veinte o treinta modelos "básicos". Pensabas que ibas a hacer la compra en cinco minutos —lo único que quieres es volver a casa y ver alguna de las cien pelis piratas que alguien te ha pasado pero nunca sacas tiempo para ver—, y encuentras planteándote dudas existenciales como si deberías apostar por la tecnología Blue-Ray o si cometes un gravísimo error al comprarte un DVD-RW sin puerto USB.

La Oferta en toda clase de productos es tan masiva y apabullante que no nos deja pensar. Pensar está prohibido. Dejémonos llevar por nuestras emociones. Porque nos lo merecemos. Comprar lo que nos salga de las narices es nuestro derecho. O eso creíamos.

Nos dijeron: tienes derecho a un todoterreno. Y nos lo compramos. Nos dijeron: tienes derecho a un ático con vistas. Y nos lo compramos. Nos dijeron: tienes derecho a unas tetas grandes. Y nos las compramos. Ahora resulta que no era un derecho, sino una obligación. Ahora resulta que si no nos compramos todas esas cosas inútiles, el sistema se va al garete.

En efecto: nos lo tenemos merecido.

Si la única manera de que nuestro sistema se sostenga en pie es fabricando y comprando aberraciones como chubasqueros para perros, entonces merecemos morir. Debemos extinguirnos, por el bien del planeta y de la futura humanidad.

Todo este tinglado se está yendo al carajo porque, sencillamente, no somos capaces de adquirir todas las cosas que se nos obliga a adquirir. La oferta es ilimitada y obligatoria, la demanda es un reflejo nervioso. No existe perspectiva, no hay criterio de elección. Para triunfar basta con tener buenos publicistas y canales de distribución. El problema es que mucha gente los tiene. La competencia es síntoma de fortaleza económica, se nos dijo. Pero por muchos trozos que se quieran cortar, la tarta sigue siendo la misma. Por eso al final hemos acabado comprando aire, y pagando con aire.

Todo era mentira. No necesitábamos ni el 10% de lo que nos merecíamos. Las estanterías estaban demasiado llenas y las cabezas demasiado vacías.

Esto también sucede con la oferta de libros, por supuesto. En España se publican 40.000 novedades literarias al año. ¿A alguien le extraña que el sistema haya llegado a un tope y necesite un reajuste? Los escritores novatos estábamos muy contentos porque publicar era más fácil que nunca. Quien más, quien menos, colocaba sus quinientos ejemplares en alguna estantería. Publicar un libro estaba a punto de convertirse en un derecho constitucional de cualquier ciudadano. ¿Para qué? El número de lectores no se ha multiplicado, ni el dinero en sus carteras. Las devoluciones son masivas. Nadie gana. El pastel ha sido cortado en tantísimos trozos que ya no llega ni para un diente.

Seamos razonables. Los perros no necesitan chubasquero. Y no se escriben 40.000 libros al año que merezcan ser publicados.


miércoles, 4 de febrero de 2009

Lethem y Palahniuk


He colgado en la sección de artículos dos textos que escribí para la revista Hélice sobre Jonathan Lethem y Chuck Palahniuk, dos de mis referentes literarios más obsesivos.


(Foto: The List)

(Foto: Seth Kushner)


Como actualización, tengo que confesar que el último de Lethem (Todavía no me quieres, Mondadori) me ha parecido tan intrascendente que no me veo con fuerzas para recomendarlo.

Pero, ¡no todo está perdido! Lethem ha anunciado que está trabajando en una novela que él ha definido como:

"Lovecraft meets Saul Bellow, like a cosmic horror creeping over the extremely contemporary lives of privileged intellectuals."
Eso será digno de leerse, vaya que sí.