domingo, 31 de agosto de 2008

Parábolas



Contar historias es predicar. Siempre. Y da igual que el autor haga su causa del nihilismo o del cinismo más iconoclasta, porque en definitiva lo que importa es la actitud del lector; y los lectores, inevitablemente, experimentamos todas las ficciones como si fueran parábolas. Por eso concedemos tanta importancia a los finales. Somos capaces de extraer la moraleja hasta de un listín telefónico, si nos da por pensar que todos los abonados son personajes de un elíptico drama social.

Viéndolo de esta forma, el debate sobre la necesidad o no de que el autor juegue con los simbolismos y con las metáforas en sus narraciones es completamente superfluo. Si el autor decide no escribir pensando en los subtextos morales, religiosos o sociales de su propia obra el lector se encargará de hacerlo por él. No hay escapatoria.

Cualquier historia tiene al menos tres niveles de lectura, tres canales por los que establece algún tipo de comunicación con el lector. Lo que primero nos llega es la trama explícita, la peripecia física de los personajes: la fuga de una prisión, un romance imposible, la colonización de un planeta. Por debajo laten las metáforas, que pueden ser psicológicas (superación de traumas, proceso de individuación), sociales (lucha de clases, injusticias, racismo), éticas (venganza, perdón, castigo) o directamente doctrinales (religión, política). Pero existe un tercer nivel más difícil de controlar para el autor, puramente emocional, que es el que establece la comunicación más íntima con el lector. Este tercer nivel está hecho de destellos, momentos o flashes aislados en los que la historia nos toca la tecla sensible y nos implica de un modo personal con los acontecimientos narrados. El problema es que cada lector tiene el teclado de la sensibilidad afinado en diferente escala, y no existe una melodía que suene igual de bien para todo el mundo. Es una lotería, y aquí el autor sólo puede confiarse a su intuición.

La isla de cemento es una novela ideal para diseccionar estos tres niveles de comunicación, porque es sencilla y transparente como una radiografía. J.G. Ballard es un autor de ciencia ficción famoso por sus distopías, es decir, que sus historias casi siempre son interpretables en clave social, como avisos de hasta dónde puede llegar el progreso desmedido, etc. Y la historia de Robert Maitland encaja como un guante en esa vocación: un arquitecto de éxito se sale de la carretera al volante de su Jaguar y queda malherido en un estercolero con forma de triángulo delimitado por tres ruidosas autopistas, a merced de una pareja de estrafalarios vagabundos que deciden retenerlo como prisionero (trama explícita). La metáfora sobre la marginación y sobre el individualismo de la sociedad (nadie echa de menos a Maitland en su ciudad, ningún automovilista se detiene a recogerlo cuando consigue asomarse a la autopista) es tan obvia que ni siquiera se puede considerar metáfora. Más sugerente es la lectura psicológica, que el autor también hace explícita en la parte final del relato: cuando Maitland está a punto de imponer su autoridad sobre sus captores, comienza a preguntarse si tiene verdadero sentido salir de aquella isla. El viaje a ninguna parte de Robert Maitland se revela así como un viaje interior, mucho menos épico y mucho más oscuro de lo que pensábamos. Es posible que no entendamos las motivaciones finales de Maitland y por eso odiemos el libro; igual que odiamos todas las parábolas sin happy end, porque nos suenan a regañina.

Pero lo que más me interesa del libro se halla en ese tercer nivel emocional, difícil de definir y construido por instantes aislados, por imágenes o escenas que por sí mismas bastarían para justificar la necesidad de toda la novela (sucede lo mismo con escenas puntuales de algunas películas). Estos momentos de especial intensidad o resonancia dramática suelen surgir siempre de la electricidad entre los personajes: si hemos creado buenos caracteres, vivos y llenos de aristas, y nuestra historia les lleva a colisionar en el instante preciso, conseguiremos dar con el ansiado abracadabra para abrir el alma del lector y hacerle tambalearse de pies a cabeza.

Ballard, en esta novela, me ha hecho tambalear con un simple gesto del protagonista: cuando, resignado a su destino y bordeando ya la locura, se baja la cremallera y se pone a orinar sobre el rostro del pobre Proctor, un gigantón retrasado mental que no tiene recursos para responder a semejante humillación. La terrible crueldad de Maitland es un puñetazo en el rostro del lector, que hasta entonces tenía bien ubicado a cada personaje en su lugar, y un aviso de que no estamos ante el simple relato de una evasión o un ensayo sobre la marginación. Hay algo más oscuro por debajo, una sombra que se desliza desde las páginas del libro hasta nuestras tripas y deja allí un nudo muy incómodo. Un nudo que no se desata con interpretaciones simbólicas ni sociales, porque escapa de toda lógica. Tiene que ver con que la vida es más jodida y compleja que la literatura, seguramente.

Para tropezarse con esos momentos de súbita intensidad, con esas fallas dramáticas en mitad de la llanura del relato, es imprescindible escribir sin mapa (por usar la famosa terminología de Javier Marías), sin un plano detallado de cada uno de los hitos del camino. Está bien que pensemos en símbolos y subtextos cuando nos ponemos a escribir una historia, pero en cierta manera, al hacerlos demasiado conscientes corremos el peligro de desactivarlos, de desvirtuarlos por completo o reducirlos a puro adoctrinamiento. Como dice David Lynch: "Uno debe abandonarse a su intuición: sabemos más de lo que creemos".

Quizá no sea cuestión de abandonarse (viendo las últimas películas de Lynch, habría que recomendarle un poco menos de abandono), pero sin ese mínimo margen para la improvisación, digo yo, la historia que salga de nuestra pluma será como una de esas autopistas que delimitan la isla de cemento de Ballard: rápidas, cómodas, veloces, eficientes, bien señalizadas... pero ciegas a lo verdaderamente emocionante, lo que ocurre cuneta abajo, donde nadie quiere volver la vista.

jueves, 28 de agosto de 2008

Lo clásico vende, snif



Quien camina por el borde de un precipicio no está para que le hablen de experimentos ni de riesgos. Lo que quiere es seguridad; un árbol donde agarrarse, quizá, con las raíces bien ancladas en la tierra. Estas son las cosas que se me ocurren mientras termino de leer El juego del ángel, de Carlos Ruiz Zafón, un libro tan clásico en su fondo y en su forma que podría haber sido escrito perfectamente hace cien años.

Un libro que ha vendido 1.200.000 ejemplares en nuestro país. Y sigue contando.

La publicidad influye, por supuesto, y la distribución al estilo invasión de los Hunos. Pero no seamos tan cortos de vista; el libro se vende porque dice algo que a la gente le gusta oír. ¿Y qué es lo que la gente quiere oír, a día de hoy, en nuestros tiempos de crisis y de incertidumbre? Al parecer, historias imposiblemente románticas que transcurren en ciudades brumosas y cubiertas de hojarasca otoñal, con personajes de abrigos largos que compiten a ver quién vive en un caserón más lúgubre, y que tienen la costumbre de citarse en cementerios siempre durante crepúsculos del color de la sangre. Perdón si este resumen ha sonado caricaturesco, pero estoy seguro de que el propio Zafón estará dispuesto a reconocer un buen puñado de excesos en la ambientación gótica de su novela.

Zafón también está dispuesto a admitir, cuando se lo preguntan, que su novela guarda cierto parentesco con El corazón del ángel, de William Hjortsberg, y no me refiero únicamente al apellido del título. Si Andreas Corelli no es Louis Cypher que baje Satán y lo vea. Pero da lo mismo; tampoco fue Hjortsberg el que inventó los pactos fáusticos, ¿no es cierto?

En todo caso, lo que me inquieta de El juego del ángel no es que Zafón se haya inspirado más o menos en clásicos alemanes o en cult movies de los ochenta. No está prohibido. Lo que me llena de desasosiego es la increíble aceptación que una novela tan monolíticamente clásica está teniendo entre la masa lectora de 2008. Zafón es un escritor de una pieza, domina el oficio y su prosa no tiene apenas grietas donde hincarle el diente; si alguien lo compara con Dickens o Poe yo digo amén, no les falta razón. 

El problema es que Dickens murió en 1870 y Poe en 1849.

Ha llovido desde entonces. Y se han escrito libros, muchos libros. ¿Para qué?

Esto se veía venir, claro. Incluso yo me di cuenta el día que mi editor comenzó a frotarse las manos por encima del manuscrito de mi primera novela tratando de convencerme de que no era de terror, ni hablar de eso, sino novela histórica. (Por desgracia para ambos, yo tenía razón.) El público quiere evasiones seguras, contrastables en los libros de historia o cómodamente redundantes con emociones y sensaciones que ya han experimentado muchas veces: territorios explorados.

Y por eso me da pena. Porque El juego del ángel es un monumento metaliterario al libro como biblia, como libro de libros, como almanaque del pasado. Todo el asunto del Cementerio de los Libros Olvidados parece una declaración de principios: no hay nada nuevo bajo el sol, todas las historias ya han sido escritas. ¿Y cuál es el lugar que queda para la sorpresa, el riesgo, la incertidumbre y el vértigo de adentrarte por un territorio jamás explorado? Es posible que sólo sea un fallo de mi percepción, como lector habitual de terror. Es posible que El juego del ángel resulte sorprendente y vertiginoso para toda la inmensa mayoría de lectores a la que jamás se le ha pasado por la cabeza aventurarse por la literatura de género. Eso explicaría por qué les gusta tanto a mi suegro y a mi madre.

Vale, ya me he desahogado. Ahora mi crítica del libro: Fabulosamente escrito, historia bien urdida, ambientes evocadores, misterio hasta la última línea. Le sobran unas doscientas páginas de cháchara y de visitas nocturnas en viejas mansiones, eso sí. Pero por lo demás es una buena novela.

Oh, y Planeta es una editorial maravillosa. (Guiño, guiño, guiño)




martes, 26 de agosto de 2008

De dónde venimos



No se trata de ponerse nostálgico. La mayoría de aquellos libros eran realmente espantosos, y no me refiero a su capacidad de estremecer al lector. Eran malos y sin embargo ejercían un poder irresistible sobre nuestra alma juvenil. Éramos de mantequilla y aquellos libros nos cortaban como cuchillos calientes, con sus cubiertas chillonas y afiladas. Qué portadas. Sólo podían ser fruto de los primeros años ochenta.

En el origen, cuando la tierra era algo caótico y vacío y las tinieblas cubrían la superficie de las aguas, el Adolescente dijo: "Haya terror", y hubo terror: primero fueron los bolsilibros Selección Terror de Bruguera, luego la colección Super Terror de Martínez Roca (no confundir con la posterior colección Gran Super Terror, con portadas que huían del pulp para caer en lo cutre) y junto a ellos vinieron los comics Zona 84, 1984, Creepy, Cimoc o Totem, donde la fantasía se mezclaba con el sexo en un electrizante cóctel de hormonas en ebullición. Los ojos como platos. La imaginación echando humo.

Recuerdo dos títulos en concreto de la colección Super Terror: Fiebre de sangre, de Shelley Hyde (pseudónimo inverosímil donde los haya) y La devoradora de almas, de R. Alexander. Malos libros, ambos. Pero los recuerdo bien. O quizá no tan bien como creo... 

Quizás el problema, precisamente, es que no soy consciente cada vez que me pongo a escribir y tomo una idea prestada de aquellas lecturas primigenias. No sólo de estas colecciones, sino de todos los libros y comics que pasaron por mis manos entre los diez y los dieciséis años, hasta que me instalé temporalmente en el nirvana literario de Stephen King. La mala memoria suele desembocar en el plagio involuntario, y yo tengo muy mala memoria.

Por eso de vez en cuando me impongo la tarea, aunque parezca un ejercicio de nostalgia freak, de abrir de par en par el viejo armario de la vieja casa y pasar el dedo por esos lomos —no tan viejos— de los libros que me sirvieron de banda sonora impresa durante aquellos años cruciales. Cogerlos, hojearlos, leer párrafos sueltos y recordar qué historia contaban. No se trata de enorgullecerse ni de avergonzarse. Simplemente se trata de recordar de dónde venimos. Quiénes somos. No sea que luego venga un crítico y nos arroje nuestro pasado encima igual que se vuelca un cubo de agua sucia. Haciéndose el listo. Mirando por encima del hombro.

Lo que todos aquellos librejos pulp tenían en común era una enseñanza que sigue siendo válida para mí y que debería serlo para cualquiera que quiera dedicarse a escribir, independientemente de géneros y de excelencias literarias: la regla número uno, o mejor dicho, el objetivo principal del juego es atrapar al lector. Cogerle bien fuerte desde la primera página. Agarrarle como se agarraban al tobillo de la chica aquellas manos huesudas y llenas de gusanos que surgían súbita e inexplicablemente de la tierra.

jueves, 21 de agosto de 2008

¡Tchak, tchak, tchak!



Se suele decir que una novela es cinematográfica cuando tiene muchos y largos diálogos, pero se trata de un tópico totalmente erróneo. El cine es pura síntesis, y los diálogos se miden siempre con cuentagotas. No existe nada más anticinematográfico que esas conversaciones de ciertas novelas que se extienden a lo largo de docenas y docenas de páginas: bla, bla, bla, bla...

Esto viene a cuento de Harry Potter y sus adaptaciones al cine.  El sistema que empleo con mis hijos es el de ver la versión cinematográfica después de leer el libro, por supuesto. Así ellos lo disfrutan dos veces y yo aprendo cantidad de técnica de guión. Mi nuevo ídolo es Steve Kloves.

Steve Kloves es el guionista que ha adaptado hasta ahora todas las novelas de Harry Potter con excepción de La Orden del Fénix, incluidas las dos partes de la última novela publicada que se encuentran en preproducción. 

Pues bien, me lo paso bomba viendo el trabajo de Kloves con los novelones de Rowling. ¡Qué manera de meter la tijera! ¡Tchak, tchak, tchak! Resulta una auténtica gozada ver cómo van cayendo los trozos inservibles, las ramas largas y retorcidas, las ideas tontas, los rollos interminables... Puede que las películas resultantes tampoco sean ninguna maravilla, pero mi sensación al verlas es la de asistir a un virtuoso trabajo de poda y jardinería: lo que era un arbusto hipertrofiado y amorfo termina convertido en un seto perfectamente cuadradito y decorativo. Chapó.

Kloves no sólo reduce a su esencia las conversaciones repetitivas e sobreexplicativas de los libros, sino que se carga de un hachazo a los personajes y las tramas secundarias cuando no le parecen necesarios, sin derramar una sola lágrima. Aún así, las películas son demasiado largas. Pero es imposible pedirle más a Kloves.

De las adaptaciones que he visto hasta ahora, mi favorita es El prisionero de Azkabán, dirigida por Alfonso Cuarón. En ella, Kloves se luce sobre todo en el desenlace, donde la novela patinaba estrepitosamente con una insufrible charla de cuarenta páginas, absolutamente anticlimática (error en el que reincidirá una y otra vez Rowling, inasequible al desaliento). Cuarón, por su parte, pone su saber hacer al servicio de la belleza estética y así nos presenta una de las imágenes más hermosas de toda la saga: la de Harry Potter sobrevolando el lago a lomos del hipogrifo Buckbeak.

Lo siento, J.K., pero hay ciertos lugares donde la letra impresa simplemente no puede llegar. No es culpa tuya. Es que la gente del cine hace trampas. Por ejemplo, tienen a John Williams.




22 niños


Hay canciones que sirven para abrazar y acunar a los que ya no están, porque son mágicas.


martes, 19 de agosto de 2008

Telarañas



Mansiones encantadas. ¿A qué niño no le atraen las mansiones encantadas? Ninguno se resiste a la posibilidad de inmiscuirse en el lugar donde viven los fantasmas, aunque sepan (o porque saben) que se tratará de fantasmas de pega, de señores disfrazados, con música de miedo, juegos de espejos y telarañas de algodón.

En la mansión encantada del parque Senda Viva, un actor caracterizado de jorobado nos conduce por los salones de una casa donde vivió cierta niña mucho tiempo atrás. Una niña enferma, muy enferma, se nos cuenta, seguramente envenenada por las pociones que le administraba la bruja encargada de su cuidado. Entre sobresaltos de ventanas que se abren y armarios que se desploman, llegamos al sótano donde la muchacha encontró al fin la liberación de sus sufrimientos: un baúl del que surgieron espíritus benefactores que se la llevaron flotando a su reino, para siempre jamás.

Qué historia tan triste, ¿no? Si obviamos el despliegue de truenos, risas y calderos burbujeantes, lo que se nos cuenta es el relato de una niña envenenada hasta morir.

Pero he aquí que el escritor de terror (léase "yo"), una vez superado el bochorno secreto que le produce asistir a la parodia de su amado género para mayor gloria de los más pequeños, se queda pensando que los creadores de aquella casa encantada no han hecho otra cosa que resumir apresuradamente y con buena puntería la esencia de todas las historias de miedo.

Y la revelación es: la esencia del terror es la tristeza.

Debe ser así, no hay más remedio, puesto que el terror siempre es un terror asociado a la muerte: miedo de los muertos, miedo de que el bicho te coja y te mate, miedo de estar muerto y no saberlo. Variaciones sobre un mismo tema. No hay alternativa. No hay historia de terror que no ronde una fosa en el suelo, llena o vacía.

Y entonces el escritor comprende por qué el género de terror se presta tanto a la parodia, al humor. A fin de cuentas se trata de escapar de lo inevitable, de burlar la muerte. La risa y el pánico no habitan en regiones demasiado lejanas en nuestro cerebro.

Sin embargo, se dice el escritor (¿por qué hablo en tercera persona? ni idea), no es obligatorio abordar las historias sobrenaturales desde la más absoluta seriedad y tristeza, como los clásicos, ni desde el humor más descacharrante del cine adolescente. Se puede caminar entre dos aguas. Se puede sintonizar una señal intermedia que nos permita tomarnos en serio la metáfora aunque no perdamos de vista que se trata de una metáfora, de un juego de representaciones, con efectos de luz, sorpresas y música de miedo; todo para no caer en la desesperación que implicaría hablar directamente de las verdaderas cuestiones: el vacío, la muerte, la pérdida, el sinsentido. Pero hablando de ellas.

Stephen King lleva treinta años haciéndolo, por cierto. Él fue quien empezó a quitarle las telarañas al género; las metió todas en un baúl, junto al resto de tópicos y atrezzo barato, y se las envió por correo a las mansiones del terror diseminadas por todo el planeta.

Pero es un trabajo inacabable. En cuanto te descuidas, te sale una telaraña en una esquina de la página (es lo que tiene merodear por cementerios). Entonces no te queda más remedio que borrar y comenzar a escribir de nuevo.


viernes, 15 de agosto de 2008

¿Lovecraft?



Puede que me equivoque, pero creo se nos aproxima una de las más originales e interesantes adaptaciones de Lovecraft al cine. Parece ser que se trata de un proyecto independiente y transgresor, y existen tantas versiones distintas del trailer que podría venderse como un drama familiar, una película de terror o un romance gay. Curiosamente, todo eso parece encajar muy bien con el espíritu de Howard Philips Lovecraft.

They came out of the sea... and killed lots of people.


jueves, 14 de agosto de 2008

Los pantalones de Clive Barker


Al fin he localizado a Clive Barker. Continúa en Los Ángeles, pintando, escribiendo y haciendo cine. Plenamente integrado en el mundillo de Hollywood. Concediendo entrevistas supergraciosas en televisión. Transformándose poco a poco en un clon de Sylvester Stallone (¿habéis oído su voz? Os juro que en sus primeras entrevistas no era así). Espero que no le haya cogido el gusto a las galletitas especiales. Aunque sus pantalones dan que pensar.




martes, 12 de agosto de 2008

Mi canon



Yo también creo que la forma correcta de preguntarle a alguien por sus libros favoritos no es que diga los que le parecen mejores, de acuerdo con su calidad literaria, sino los que le dejaron huella y le hicieron cambiar de alguna forma su relación con la letra escrita.

En mi caso, de todas las listas posibles, a día de hoy me voy a quedar con esta (absolutamente eventual y gratuita) de 12 + 1. Por orden aproximado de lectura, no de publicación:

1. Selección Terror de Bruguera. Libritos de bolsillo, letra gorda y monstruos gordos, fáciles de encontrar en cualquier quiosco playero de los años ochenta. Por ahí andaban Lou Carrigan, Curtis Garland y demás, todos españoles con pseudónimo. No soy capaz de recordar ningún título concreto, pero fue la primera vez que recuerdo haberme divertido leyendo, en mis vacaciones estivales. Puede que fuera el fast-food de la literatura, pero era literatura.

2. Cementerio de animales, de Stephen King. Podría elegir cualquier otro de King, pero éste fue el primero que me compré recién salido del horno, en la edición de Plaza y Janés que traía una cara de gato en la portada. Qué decir de King a estas alturas. No por casualidad he plagiado su portada de On Writing para mi fotografía de la izquierda.

3. El color que cayó del cielo, de H. P. Lovecraft. También podría elegir otros títulos de Lovecraft, pero éste me inquietaba particularmente. Recuerdo la discusión de los dos hermanos Istúriz, los libreros de mi barrio, acerca de la conveniencia o no de que yo comenzara a leer a Lovecraft a la tierna edad de doce años. Ganó Pedro, para mi suerte. Aunque tenía razón Javier: sufrí mucho reptando por aquellos relatos tan oscuros, serios y llenos de seres indescriptibles e impronunciables.

4. El juego de las maldiciones, de Clive Barker. Junto con sus Libros de sangre, esta novela me hizo ver que existía un mundo más allá de Stephen King, donde el humor era sustituido por la poesía, aunque poesía demencial y rebosante de vísceras. Echo de menos a Barker. ¿Qué ha sido de él?

5. Crimen y castigo, de F. M. Dostoyevski.  Soy un pésimo lector de clásicos, sufro ataques incontenibles de narcolepsia y en seguida caigo en la tentación de abandonarlos por otro libro más reciente. Sin embargo éste me enganchó desde el principio (construir semejante biblia alrededor del asesinato de una vieja es una loca genialidad) y lo disfruté como nunca había disfrutado un libro de lectura obligatoria. 

6. American Psycho, de Bret Easton Ellis. Lo compré con escepticismo, porque ya me habían advertido que aquel tocho no era de terror. Pero me quedé hipnotizado desde la primera línea. De alguna forma, me pareció que aquel libro se saltaba las normas establecidas. ¿Estaba permitido escribir así? ¿Enrollarse tanto, meter tantos detalles que no vienen a cuento, deleitarse de aquella manera tan obscena y fría con las muertes? Pero en realidad no, no eran los asesinatos de Patrick Bateman lo que me ponía los pelos de punta. Era el vacío absoluto a su alrededor, y en su interior. Me adentré tanto en aquel universo gélido de restaurantes y exfoliantes faciales que recuerdo haber sentido una gran pena al volver la última página, con aquel demoledor: "ESTO NO ES UNA SALIDA". Hum, me temo que Ellis ya es consciente de haber creado un mito que le perseguirá hasta el final de su vida, como demuestra en Lunar Park.

7. La hoguera de las vanidades, de Tom Wolfe. Cambio absoluto de registro. Pero no tanto. Lo que sufre el protagonista de esta novela es un terrorífico descenso al infierno, minuciosamente descrito. De nuevo esa sensación de transgresión: "Anda, mira lo que hace, cómo lo cuenta, qué tío". Después devoré Todo un hombre y Soy Charlotte Simmons, que también me parecen obras maestras, pero la hoguera sigue brillando con luz propia en mi memoria.

8. Aflicción, de Russell Banks. En una preencarnación debí ser un habitante de los Adirondack o de alguna otra región montañosa de Nueva Inglaterra, porque siento una debilidad incontenible por las historias que transcurren en pueblos nevados, con personajes atormentados, adúlteros y alcoholizados condenados a una vida miserable (vamos, igualito que yo). Mi mujer dice que me gustan todas las historias en las que sale una máquina quitanieves, y va a tener razón. El caso es que me encanta la construcción de personajes de Aflicción y de Como en otro mundo. Para mí siempre ha sido la parte más difícil.

9. Nana, de Chuck Palahniuk. Ya he soltado bastante rollo sobre Palahniuk en otro sitio, así que paso al siguiente.

10. La feria de las tinieblas, de Ray Bradbury. Lo dicho. El Nobel para Bradbury, ¡ya!.

11. La fortaleza de la soledad, de Jonathan Lethem. Idem, pero tengo algo más que añadir: Lethem es un icono para mí porque demuestra la posibilidad de un puente entre la literatura mainstream más reputada y el género. He colocado su portada arriba porque probablemente se trata del libro que más me ha influido o al menos impactado en los últimos años. De hecho siempre pensé que ésta era la portada ideal para mi novela. Pero ya he hablado más de la cuenta...

12. Ruido de fondo, de Don DeLillo. DeLillo escribe en un idioma distinto al resto del mundo. Tanto que, por ejemplo, no hay quien lea Jugadores y se entere de qué narices trata. Ruido de fondo es la menos marciana de las que yo he leído, y mi favorita, quizá porque fue la primera. Me sucede como con La información de Martin Amis; son libros tan asombrosamente bien escritos que lo de menos es el argumento. Creo que todo el mundo en esto de la literatura, por cierto, deberíamos aplicarnos la máxima de Amis de que escribir debe ser en todo momento una "guerra contra el cliché".


Pues sí, en mi biblioteca particular el mainstream comienza a ganarle terreno al género. No lo puedo remediar. Quitando a Peter Straub y algún que otro outsider del género, ya muy pocos libros con la etiqueta ostentosa de terror me resultan sugerentes. Cada vez son más cortos y estériles mis paseos por la sección de literatura fantástica, y cada vez me detengo más tiempo en la sección de novedades generales. Ya sabéis lo que pienso al respecto.
Si os preguntáis qué leí antes de 1984, fecha de publicación de Cementerio de animales, la respuesta es: nada. En mi casa no había otros libros que las enciclopedias, ergo yo no fui un auténtico lector hasta que introduje mis pies en la librería Istúriz.
Si os preguntáis qué más leí entre Crimen y castigo y American Psycho, la respuesta es: Stephen King, única y exclusivamente. Es lo que tiene la adolescencia. Una vez solté un rollo sobre el éxito de Stephen King relacionado con el baby boom, y no pienso repetirlo.
Si os preguntáis por qué no hay ningún autor español, salvo los de Bruguera, la respuesta es: no lo sé, así es la vida. Pero lo cierto es que podría incluir en esta lista La piel fría de Albert Sánchez Piñol, porque es uno de los libros que más me ha sorprendido de los últimos años.

Como se puede ver, se trata de una lista absolutamente caprichosa e infundada. Tanto que ahora voy a terminar con el 12 + 1. Osea el trece. La que considero mejor novela de... no sé, póngase el complemento circunstancial de tiempo que se quiera. Lo mejorcito de toda la literatura contemporánea... y resulta que se trata de una historia de ciencia ficción y terror. ¿No me creéis?

Ahí va su primera página:

Al despertar en el bosque en medio del frío y la oscuridad nocturnos había alargado la mano para tocar al niño que dormía a su lado. Noches más tenebrosas que las tinieblas y cada uno de los días más gris que el día anterior. Como el primer síntoma de un glaucoma frío empañando el mundo. Su mano subía y bajaba al compás de la preciada respiración. Retiró la lona de plástico y se puso de pie envuelto en aquellas prendas y mantas pestilentes y buscó algún atisbo de luz en el este pero no lo había. En el sueño del que acababa de despertar vagaba por una gruta y el niño lo llevaba de la mano. La luz de los dos bailaba en las húmedas paredes de roca caliza. Como peregrinos de fábula engullidos y extraviados en las entrañas de una bestia granítica. Humeros de piedra donde el agua goteaba y cantaba. Tañendo sin tregua en el silencio los minutos de la tierra y sus horas y días y años. Hasta que se hallaban en una enorme estancia de piedra donde había un lago antiguo y negro. Y en la orilla opuesta un ser que levantaba su chorreante boca del gour y miraba hacia la luz con unos ojos tan blancos y ciegos como los huevos de araña. Balanceaba su cabeza a ras de agua como para captar el olor de aquello que no podía ver. Agazapado allí, pálido y desnudo y translúcido, sus huesos de alabastro grabados en sombra en las rocas que tenía detrás. Sus intestinos, su palpitante corazón. El cerebro que latía dentro de una empañada campana de cristal. La criatura movía la cabeza de lado a lado y luego soltaba un gemido grave y daba media vuelta y dando tumbos se alejaba silenciosamente hacia la noche.


lunes, 11 de agosto de 2008

Sierra Swan


No todo iban a ser cosas feas y terroríficas, ¿no?

(A ver si así subimos la audiencia del blog)




sábado, 2 de agosto de 2008

¿Nos ayudan las etiquetas?



En palabras de Stephen King:

Doubleday publicó mi primera novela, y tenía una oferta para la segunda. La completé al mismo tiempo que otra, la cual me parecía una novela “seria”; se titulaba Carretera maldita. Se las mostré a mi editor de aquella época, Bill Thompson. Le gustaron ambas. Mientras almorzamos no se tomó ninguna decisión, luego volvimos caminando hacia Doubleday. En el cruce de Park Avenue con la calle 54 –o algún lugar parecido– nos detuvimos ante la luz roja de un semáforo. Finalmente rompí el silencio y le pregunté a Bill cuál de las dos novelas debía publicarse.

Carretera maldita probablemente obtendría una atención más seria –dijo él. Pero Second Coming es como Peyton Place pero con vampiros. Es un gran libro y podría llegar a ser un best seller. Pero hay un problema.

–¿Cuál? –pregunté mientras la luz se ponía en verde y la gente comenzaba a moverse a nuestro lado. Bill se apartó del bordillo de la acera. En Nueva York no puedes desperdiciar una luz verde ni siquiera en momentos en que estás tomando una decisión crucial, y esta –podía sentirlo incluso en ese instante– era una que afectaría al resto de mi vida.

–Te encasillarás como escritor de terror –dijo. Me sentí tan aliviado que solté una carcajada.

–No me preocupa cómo me llamen mientras las facturas no se queden sin pagar –dije–. Publiquemos Second Coming. Y eso es lo que hicimos, aunque el título se cambió por Jerusalem’s Lot (mi esposa dijo que Second Coming sonaba como un manual de sexo) y más tarde terminó siendo Salem’s Lot (los cerebros de Doubleday dijeron que Jerusalem’s Lot parecía el título de un libro religioso). Finalmente, me encasillaron como un escritor de terror; una etiqueta que nunca he llegado a confirmar o denegar, simplemente porque pienso que es irrelevante para lo que hago. Sin embargo, sí resulta útil a las librerías para colocar mis libros en las estanterías.

Conclusión: las etiquetas son maravillosas.

Pero esta anécdota tiene trampa. Dos trampas.

1º: El éxito de Stephen King ha sido tan grande y su carrera tan prolífica que a estas alturas las estanterías dedicadas al terror en las librerías están casi completamente ocupadas por sus libros. Tiene el monopolio. Terror es sinónimo de King. Es como tener una estantería con tu nombre y apellido en todas las librerías del mundo.

2º: Cuando Stephen King saca un libro nuevo, los libreros no lo colocan en la estantería de literatura de terror, sino en la de novedades y literatura mainstream. (Como en una profecía autocumplida, los libreros nos dicen cuáles son los best sellers del momento para que nosotros los compremos y así, abracadabra, se conviertan en best sellers.)

Mi opinión es que las etiquetas genéricas no ayudan a nadie; ni al librero, ni al lector, ni al escritor. No existen diferentes públicos, sino uno solo; y publicar significa presentarse ante todo ese público, no solo ante un sector marcado y limitado a priori. Por eso yo (aquí fanfarria épica) propugno la abolición de las estanterías dedicadas al género, la Estantería Única, la emancipación de los libros como creaciones independientes, con su derecho a competir de igual a igual con los demás libros generalistas, la eliminación de fronteras argumentales y la elevación de toda la literatura a un mismo nivel de dignidad y de oportunidad ante los ojos del lector. He dicho.

La única étiqueta que encuentro lógica es la que distingue a la literatura infantil y juvenil. Lo mires como lo mires, no es recomendable que un niño de siete años lea El club de la lucha. Pero sé que incluso esta etiqueta es discutible, y que las fronteras entre la literatura juvenil y la literatura de adultos (especialmente en el terreno fantástico) son muy tenues, casi invisibles.

La prueba del nueve para demostrar que tengo razón en mi cruzada contra las etiquetas es la siguiente: ¿A qué aspira cualquier escritor? A convertirse él mismo en su propia etiqueta: a que el público compre y lea sus libros sólo por su nombre. O lo que es lo mismo: a librarse de toda etiqueta externa, pertenencia a grupo, generación o familia. Igual que en la vida misma, lo que el escritor busca es que le quieran, y que le quieran a él por sí mismo, con sus virtudes y sus defectos. Porque escribir es una búsqueda de identidad. Y eso es exactamente lo que no nos puede proporcionar una etiqueta.

De todas formas, es posible que este rollo sólo sea una forma de autojustificarme por publicar una novela con elementos fantásticos dentro de un sello editorial generalista. Lo admito. Soy un gusano egocéntrico. ¿Es que alguien lo dudaba?

Rojo alma, negro sombra (451 Editores), a partir de septiembre en las mejores librerías. No lo busquen en la sección de literatura fantástica. O tal vez sí. Ya veremos.