domingo, 31 de agosto de 2008
Parábolas
jueves, 28 de agosto de 2008
Lo clásico vende, snif
martes, 26 de agosto de 2008
De dónde venimos
jueves, 21 de agosto de 2008
¡Tchak, tchak, tchak!
22 niños
martes, 19 de agosto de 2008
Telarañas
viernes, 15 de agosto de 2008
¿Lovecraft?
jueves, 14 de agosto de 2008
Los pantalones de Clive Barker
martes, 12 de agosto de 2008
Mi canon
lunes, 11 de agosto de 2008
Sierra Swan
sábado, 2 de agosto de 2008
¿Nos ayudan las etiquetas?
En palabras de Stephen King:
Doubleday publicó mi primera novela, y tenía una oferta para la segunda. La completé al mismo tiempo que otra, la cual me parecía una novela “seria”; se titulaba Carretera maldita. Se las mostré a mi editor de aquella época, Bill Thompson. Le gustaron ambas. Mientras almorzamos no se tomó ninguna decisión, luego volvimos caminando hacia Doubleday. En el cruce de Park Avenue con la calle 54 –o algún lugar parecido– nos detuvimos ante la luz roja de un semáforo. Finalmente rompí el silencio y le pregunté a Bill cuál de las dos novelas debía publicarse.
–Carretera maldita probablemente obtendría una atención más seria –dijo él. Pero Second Coming es como Peyton Place pero con vampiros. Es un gran libro y podría llegar a ser un best seller. Pero hay un problema.
–¿Cuál? –pregunté mientras la luz se ponía en verde y la gente comenzaba a moverse a nuestro lado. Bill se apartó del bordillo de la acera. En Nueva York no puedes desperdiciar una luz verde ni siquiera en momentos en que estás tomando una decisión crucial, y esta –podía sentirlo incluso en ese instante– era una que afectaría al resto de mi vida.
–Te encasillarás como escritor de terror –dijo. Me sentí tan aliviado que solté una carcajada.
–No me preocupa cómo me llamen mientras las facturas no se queden sin pagar –dije–. Publiquemos Second Coming. Y eso es lo que hicimos, aunque el título se cambió por Jerusalem’s Lot (mi esposa dijo que Second Coming sonaba como un manual de sexo) y más tarde terminó siendo Salem’s Lot (los cerebros de Doubleday dijeron que Jerusalem’s Lot parecía el título de un libro religioso). Finalmente, me encasillaron como un escritor de terror; una etiqueta que nunca he llegado a confirmar o denegar, simplemente porque pienso que es irrelevante para lo que hago. Sin embargo, sí resulta útil a las librerías para colocar mis libros en las estanterías.
Conclusión: las etiquetas son maravillosas.
Pero esta anécdota tiene trampa. Dos trampas.
1º: El éxito de Stephen King ha sido tan grande y su carrera tan prolífica que a estas alturas las estanterías dedicadas al terror en las librerías están casi completamente ocupadas por sus libros. Tiene el monopolio. Terror es sinónimo de King. Es como tener una estantería con tu nombre y apellido en todas las librerías del mundo.
2º: Cuando Stephen King saca un libro nuevo, los libreros no lo colocan en la estantería de literatura de terror, sino en la de novedades y literatura mainstream. (Como en una profecía autocumplida, los libreros nos dicen cuáles son los best sellers del momento para que nosotros los compremos y así, abracadabra, se conviertan en best sellers.)
Mi opinión es que las etiquetas genéricas no ayudan a nadie; ni al librero, ni al lector, ni al escritor. No existen diferentes públicos, sino uno solo; y publicar significa presentarse ante todo ese público, no solo ante un sector marcado y limitado a priori. Por eso yo (aquí fanfarria épica) propugno la abolición de las estanterías dedicadas al género, la Estantería Única, la emancipación de los libros como creaciones independientes, con su derecho a competir de igual a igual con los demás libros generalistas, la eliminación de fronteras argumentales y la elevación de toda la literatura a un mismo nivel de dignidad y de oportunidad ante los ojos del lector. He dicho.
La única étiqueta que encuentro lógica es la que distingue a la literatura infantil y juvenil. Lo mires como lo mires, no es recomendable que un niño de siete años lea El club de la lucha. Pero sé que incluso esta etiqueta es discutible, y que las fronteras entre la literatura juvenil y la literatura de adultos (especialmente en el terreno fantástico) son muy tenues, casi invisibles.
La prueba del nueve para demostrar que tengo razón en mi cruzada contra las etiquetas es la siguiente: ¿A qué aspira cualquier escritor? A convertirse él mismo en su propia etiqueta: a que el público compre y lea sus libros sólo por su nombre. O lo que es lo mismo: a librarse de toda etiqueta externa, pertenencia a grupo, generación o familia. Igual que en la vida misma, lo que el escritor busca es que le quieran, y que le quieran a él por sí mismo, con sus virtudes y sus defectos. Porque escribir es una búsqueda de identidad. Y eso es exactamente lo que no nos puede proporcionar una etiqueta.
De todas formas, es posible que este rollo sólo sea una forma de autojustificarme por publicar una novela con elementos fantásticos dentro de un sello editorial generalista. Lo admito. Soy un gusano egocéntrico. ¿Es que alguien lo dudaba?
Rojo alma, negro sombra (451 Editores), a partir de septiembre en las mejores librerías. No lo busquen en la sección de literatura fantástica. O tal vez sí. Ya veremos.