Es duro admitirlo, pero el género fantástico le debe un agradecimiento a Will Smith. Que un proyecto tan difícil como el de Soy leyenda se haga realidad, primero, y después se convierta en uno de los mayores éxitos cinematográficos de la década se debe en gran medida al carisma y a la testarudez de su protagonista. Y eso a pesar de que, a priori, costaba pensar en un actor menos apropiado que Smith para encarnar la solitaria y sórdida agonía de Robert Neville. De hecho, yo dejé pasar la película en las salas porque la cara del protagonista me disuadía, pero después de releer la novela de Matheson no me he podido resistir a coger la película en alquiler (oh, sí, siguen existiendo los videoclubs) para echarle un vistazo. Y me ha encantado.
Me ha encantado, no lo puedo evitar. Sé que está llena de defectos, que es un vehículo para el lucimiento de Smith, que el espíritu y el final de la historia original han sido desvirtuados por completo, que los vampiros ya no son vampiros sino zombies de videojuego... Pero la película funciona: entretiene, fascina, aterroriza. Y de eso se trata, ¿no? De hacer que el público contenga la respiración. Que deseen ver la siguiente escena y al mismo tiempo no verla.
Porque en el cine se trata de mostrar, no de contar como en las novelas. Y ninguna película mejor que Soy leyenda para entender lo que quiero decir. En los dos primeros tercios del metraje prácticamente no hay diálogos, con excepción de los flashbacks y los monólogos de Neville con su perro. Y al igual que sucedía con Wall-E (cuánto nos gusta ver Nueva York devastado, qué vicio más malsano), esa primera parte de soledad absoluta es la que más nos impacta, la que se queda en la memoria y donde se localiza el verdadero corazón de la historia, mucho más que en el discutible final. Un final del que, por cierto, se rodaron dos versiones muy distintas, casi opuestas.
El hecho de ver a Will Smith tan calladito tiene un atractivo añadido, por supuesto. Pero el poder visual de Soy leyenda va mucho más allá de las habilidades interpretativas o el tamaño de los abdominales de su estrella protagonista. La puesta en escena es brillante. El momento en que Neville entra dentro del edificio oscuro en busca de su perro y se encuentra con los vampiros (los primeros que vemos) es uno de esos instantes en los que te dan ganas de mirar hacia otro lado y empiezas a canturrear por lo bajo: "sólo es una peli, qué tontería, no voy a dejarme asustar".
Cualquiera que coja el libro de Matheson después de ver la película posiblemente se sentirá decepcionado, aplastado por tanto palabrerío y tanta elucubración sobre qué cosa son o dejan de ser los vampiros. Y eso que Richard Matheson se caracteriza por ser un escritor ágil y directo, musculoso. Pero ni el más musculoso de los escritores puede competir en síntesis y en tensión física con una escena de cine bien rodada. No es lo mismo leer que Neville está herido en una pierna y se acercan los vampiros que verlo allí, tirado en el suelo, mientras la luz del sol se extingue detrás de los rascacielos y ya se empiezan a escuchar los primeros alaridos de las bestias despertando. El efecto inmediato y adrenalínico de un golpe visual es un recurso del que carecemos los escritores de suspense, y que muchas veces intentamos suplir caminando justo en la dirección contraria, utilizando frases elípticas, telegráficas, dejando más terreno a la imaginación del lector que a las descripciones explícitas. El sobrecogimiento que logramos por ese camino tal vez no sea tan visceral como el de una escena de acción, pero cuando está bien tramado resulta considerablemente más perturbador, insoportable e insidioso, precisamente porque nos ha obligado a participar con nuestra imaginación.
Los guionistas Mark Protosevich y Akiva Goldsman han reconocido abiertamente que se basaron tanto (o tan poco) en la novela original de Richard Matheson como en la película protagonizada por Charlton Heston con el título The Omega man. No se trataba de hacer una adaptación fiel, por tanto, sino de conservar el núcleo de la idea original y poco más.
Por eso no les ha temblado el pulso a la hora de desnaturalizar a los vampiros, privarles de toda su parafernalia tradicional de ajos y espejos y dejarlos reducidos a simples zombies nocturnos o darkseekers. Se elimina también la idea del virus mutante que establecía dos clases diferentes de vampiros en la novela de Matheson. Se incorpora un niño (faltaría más) para que la estampa familiar se rehaga momentáneamente al final. Y así enésimos cambios, pero todos con una misma dirección: sintetizar, reducirlo todo al concepto de un hombre solo y una ciudad infestada de monstruos. Y a partir de ahí, crear escenas que hagan acelerarse el corazón. En ese objetivo minimalista y epidérmico, la película logra un éxito incuestionable.
Además, hay dos aspectos importantes de la novela que en mi opinión han sido alterados con muy buen criterio. Primero: la razón por la que el Robert Neville original permanece en su casa a pesar del desastre es tan tonta como que "está acostumbrado". Segundo: todo lo que hace es beber litros de alcohol durante la noche; su tarea diaria de recorrer la ciudad clavando estacas se presenta como un entretenimiento estéril, inacabable e incomprensible ante la opción mucho más lógica de buscar otras regiones más despobladas. El Neville de Will Smith, en cambio, decide quedarse en Nueva York porque su ciudad es la "zona cero" (sin Bin Laden reclamara derechos de autor...) y él se siente comprometido de manera obsesiva con los que siguen allí (sí, los vampiros) porque su trabajo siempre ha consistido en proteger a la gente y porque todavía está convencido de que puede hacer algo para arreglar las cosas, para curarlos. Tal vez sea una motivación de cartón, un cliché prefabricado muy al estilo del héroe yanki, pero al menos es algo, y otorga sentido (práctico) a toda la tragedia del personaje. Supongo que lo que me pasa, en definitiva, es que no me gustan los finales tristes.
Sólo me falta terminar diciendo que la novela está sobrevalorada. Pues no. La novela es astronómicamente superior a la película. Permanecerá en las estanterías de las librerías muchos años después de que nadie recuerde quién era Will Smith.
Y por cierto, hace falta tener jeta para terminar una novela que está escrita en tercera persona diciendo: "Soy leyenda". Pero la frase lo merecía.
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