Sé que no debería hacer esto, pero voy a hablar de una película que no he visto y probablemente no veré. Se trata de Tiro en la cabeza, que hace dos días presentó Jaime Rosales en el Festival de San Sebastián. Y digo que no la veré no porque me parezca una inmoralidad mostrar la vida cotidiana de un terrorista en plan costumbrista (nadie le pide corrección moral al cine, ni a ningún tipo de arte), sino porque el propio director ha dicho que el objetivo de la película "no es producir entretenimiento de hora y media, sino crear un efecto sociológico", y que no está dirigida para el espectador actual sino para "el espectador del futuro, que tendrá un alto nivel de conciencia".
Bueno, pues como el efecto sociológico ya se ha creado y mi conciencia todavía anda en pañales (además de lo poco que me apetece pasar hora y media viendo una película sin diálogos), voy a pasar a opinar únicamente sobre lo que dice la prensa:
Carlos Boyero, con cuya falta de paciencia coincido casi siempre, dice: "A mí todo lo que cuenta Rosales me provoca un tedio excesivo, pero también lo que pretende sugerirme, o lo que me oculta. La visualización de la grisácea cotidianeidad de este profesional del horror me parece tan estéril como pretenciosa". (Aunque lo más cruel del artículo, creo, son las comillas sobre la palabra artista que incluye el titular)
Fernando Savater, que razones no le faltan para tomarse en serio la cuestión, se despacha con mayor contundencia: para él, el film es un "tostón" y una "película fallida que quiere dar una lección al mundo y se revela que el director es un incompetente en esas cuestiones".
Sin embargo, el crítico Mirito Torreiro opina: "Tiro en la cabeza es un verdadero ensayo sobre cómo se construye y se consolida, en el cine, la imagen; pero también sobre cómo evitar cualquier identificación con un terrorista".
Y se me ocurre que ésta debía de ser la intención del director, provocar un efecto de extrañamiento en el espectador al mostrarle una vida aparentemente "normal" que en la que de pronto se introduce un asesinato, como un simple acto violento totalmente desprovisto de razones ideológicas. Como no he visto la película, no sé si ese efecto se consigue en la buena dirección o en la inversa, es decir, dando a entender que pertenecer a una banda de asesinos como ETA es la cosa más normal del mundo, que los terroristas son gente como tú y como yo. (Que son gente en el sentido de comer, escuchar música y satisfacer sus necesidades ya lo sabíamos antes de esta película)
Pero cuando se lo preguntan, Jaime Rosales, que tiene todo el derecho del mundo a hablar de política y a proponernos sus soluciones, faltaría más, nos viene con el rollo de que no podemos hablar "de buenos y malos", de que hay que escuchar lo que el terrorista tiene que decir, ponerse en su lugar y tal, porque esa es la única manera de resolver el conflicto.
Yo no sé cómo se resuelve el conflicto. Puede que el conflicto no deba resolverse de ninguna manera (los muertos no tienen solución, eso seguro). Puede que en realidad no exista ningún conflicto, sino sólo unos tipos que se ganan la vida poniendo bombas igual que otros ponen toldos con flores. Si le quitas el sonido a la vida de un instalador de toldos probablemente se produzca un efecto de extrañamiento bastante artístico, también. Pero no quedaría igual, claro.
Porque sí hay buenos y malos. Y quienes mejor lo saben son los contadores de historias, como Rosales, porque a ellos les encantan los malos. Nos encantan los malos. Los malos dan más juego, fascinan más, hacen acelerarse el pulso, saltar la adrenalina.
Así que dime lo que quieras, Jaime Rosales, menos que el tipo de tu película no es malo. Los que asesinan a sangre fría siguen siendo igual de hijoputas aunque les bajes el volumen al máximo y los enfoques con teleobjetivo.
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