miércoles, 28 de enero de 2009

Coraza (III)





En los pasillos de la comisaría flota una tristeza de manicomio. Se escuchan ráfagas de gritos, voces que trepan sobre otras voces para acallarlas, como si la locura y el miedo pudieran ser acallados. Quienes se cruzan se rehúyen la mirada, uniformados o no uniformados, todos preferirían estar en otra parte. También Coraza.
Le han sentado en una oficina gris y le han hecho más de cien preguntas. Las ha respondido todas a cambio de una sola: ¿cómo han matado a Anita?
Un asesinato ritual, ha dicho el inspector jefe.
¿Ritual?
Le vaciaron las tripas y la llenaron de papeles.
Papeles…
Hojas de cuadernos, páginas de libros, listas, dibujos… Estaba inflada como un globo. ¿Tiene idea de lo que puede significar?
Coraza niega, mientras se asombra de sí mismo. De su frialdad. De su entereza. Y comprende que esta es exactamente la función de su medicina. Anita la inventó para protegerlos contra la locura. Para blindar a su ejército.
En una sala de espera alguien grita que los muertos han salido de sus tumbas. Coraza no quiere alzar la vista cuando pasa por su lado, camino de la salida; teme ver los cadáveres andantes, temblorosos y ciertos.
En cuanto pisa la calle, un hombre calvo y achaparrado viene a su encuentro con pasos de comadreja.
—Eres Andrés Coraza, ¿verdad? —Y sin esperar—: Yo soy Roca. Fabio Roca. Pertenezco al grupo. Ya sabes… el grupo de Anita. A mí también me han interrogado. —Ríe sin enseñar los dientes—. No tienen ni idea de a qué se están enfrentando.
Coraza quiere replicar que él tampoco tiene ni idea, pero el canijo le coge del brazo para arrastrarle lejos de la comisaría. En el callejón trasero de un edificio de oficinas les espera una furgoneta vieja sin ningún distintivo.
—Quiero que veas algo —dice Roca, y abre los portones traseros del vehículo.
—No pienso entrar ahí. —Pero Coraza está mareado, sin verdaderas fuerzas para resistirse. Intuye la voluntad de Anita detrás de todo aquello. Anita muerta. Anita rellena de papeles.
—Ella me encomendó la tarea de informarte —dice Roca como si leyera a través de su cráneo. Tal vez lo hace—. Hay muchas cosas que aún no sabes. Cosas importantes. Y no tenemos tiempo que perder.
El calvo salta con agilidad dentro del remolque y tiende una mano a Coraza, que no la toma. Hoy ha decidido que nadie volverá a entrar en contacto con su cuerpo, nunca más. Le palpita la herida bajo el vendaje.
Cuando los dos están dentro, semi agachados, Roca cierra las puertas y enciende una linterna de camping que hay en el suelo. Siete torres de cuadernos se amontonan en un extremo del remolque, amarradas con cintas como fardos de prensa.
—¿Sabes lo que es eso? —Espera a que Coraza sacuda la cabeza—. Anita nunca te habló de la Enciclopedia, ¿verdad?
—No.
—Pero tienes cuadernos —adivina el otro—. Escribes lo que sueñas, ¿verdad? —Ríe al registrar la expresión de Coraza—. Todos lo hacemos. Estamos adiestrados para hacerlo y ni siquiera lo sabemos. Almacenamos datos para una Encilopedia de la Posthistoria.
Coraza piensa en sus fórmulas. En los miles de garabatos sin sentido que lleva meses anotando, cada mañana, como un impulso reflejo. Roca sigue el curso de sus pensamientos, asiente con ceremoniosidad.
—Estamos viviendo los últimos días, Andrés.
—Lo sé. El fin del mundo.
—No. No hay un final. Todo continuará, pero de otra forma. Por eso hay que empezar de cero. Un nuevo conocimiento debe ser alumbrado o estaremos condenados para siempre. Filosofía, ciencia, matemáticas, lengua, lógica. Todo debe ser reinventado. Nada de lo anterior sirve.
—Pero… eso es absurdo. Sólo son sueños. Ni siquiera entiendo lo que escribo cuando me despierto.
—Yo tampoco. Mira. —Coge uno de los cuadernos y se lo tiende a Coraza. Miles de líneas de caligrafía bella e indescifrable—. Persa. ¿Qué te parece eso? Por las noches sueño en persa. No es nuestra misión entenderlo. Sólo somos recipientes de ese conocimiento. Nos limitamos a copiar un dictado.
—¿Un dictado de quién?
Se oye un alarido en el exterior. Alguien golpea la furgoneta y se marcha gritando, perseguido por sus demonios.
—Eh. —Coraza agarra al hombre por la solapa—. ¿Un dictado de quién?


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