lunes, 29 de septiembre de 2008

El mejor invento de la humanidad



El mecanismo funciona así. Estoy leyendo el suplemento de libros del New York Times por internet (uno es así de guay, qué le vamos a hacer) y me encuentro un artículo sobre Victor Pelevin. Al parecer se trata del escritor ruso más rompedor e interesante del momento, y su última novela lleva un título que inmediatamente capta mi atención: El libro sagrado del hombre lobo. Dice:

La historia es contada por una ninfa que cambia de forma llamada Hu-Li, una prostituta asiática de lujo, pelirroja, que tiene aproximadamente 2,000 años, pero aparenta 14. Su nombre está sacado de la expresión china para nombrar el espíritu de zorro. De día, Hu-Li vive en un laberinto oscuro bajo la grada de un complejo ecuestre en el Parque de Bitsevsky en Moscú; por la noche, ella trabaja en el elitista Hotel Nacional, cazando a banqueros de la inversión.
Aunque puede parecer una ordinaria (pero excepcionalmente atractiva) trabajadora sexual, Hu-Li es una criatura sobrenatural, "un imitador profesional de una muchacha adolescente con grandes ojos inocentes " quien atrapa a sus clientes sacando de repente su cola de zorro y usándola como un arma de rayos para introducir hipnóticamente fantasías carnales en las mentes de sus clientes. Aunque los hombres sientan los placeres en la carne, cualquier cámara de hotel revelaría que la zorra no tomó ninguna parte física en la gimnasia. Los hombres retozan solos.


El artículo habla tan bien del autor que inmediatamente me dirijo a una librería y, aunque la última novela todavía no ha sido traducida, encuentro otra titulada El meñique de Buda (Mondadori). La hojeo y tiene buena pinta, pero los veinte euros me hacen dudar. Además, estoy demasiado excitado, casi febril, de haber visto mi novela (¡por fin!) en la mesa de novedades de la librería y no soy capaz de tomar ninguna decisión, de modo que me voy de la tienda sin comprar.

Pero esa tarde, aprovechando la visita de rigor a la biblioteca municipal para el intercambio de Mortadelos (tengo dos niños pequeños), me adentro en la sección de adultos y busco el apellido Pelevin. Pues bien, ahí está. Y no sólo El meñique de Buda, sino todos sus libros traducidos al español, al alcance de mi mano.

Este es el mejor invento de la humanidad: que yo pueda coger ese pequeño montón de libros y llevármelo a mi casa para hojearlo con tranquilidad, sin gastar un duro, con el único compromiso de devolverlos en perfecto estado al cabo de quince días. Siempre me asombro de la poca gente que hay en la biblioteca municipal, teniendo en cuenta la densidad del barrio donde vivo en el centro de Madrid. ¿Dónde está el resto del mundo? ¿No leen? ¿No se han enterado de que existe este servicio y que funciona maravillosamente? Es un misterio para mí.

Tengo dos fantasías (un poco patéticas, admitámoslo) relacionadas con mis libros. La primera es el momento en que vea a alguien leyendo mi novela en el metro. Tendré que respirar profundo y contenerme para no presentarme y darle un abrazo. La segunda es el momento en que vea mi novela en las estanterías de la biblioteca municipal, con su pegatina verde en el lomo —(MAR-104, o algo así)—, bien currada y con las puntas dobladas de haber pasado por tantas manos. A unos les habrá encantado y otros la habrán abandonado en las primeras páginas, pero ahí continuará, en su garita de metal, durante años y años mientras sus hermanas de las librerías ya habrán pasado a mejor vida y no se espere la llegada de ninguna más porque el libro esté definitivamente descatalogado.

Que Dios guarde por siempre a las bibliotecas municipales en su limbo libre y gratuito. Y que no venga el político de turno a joderla con un recorte de gastos.


sábado, 27 de septiembre de 2008

Land of confusion


Gran canción. Gran versión. Genesis vs. Disturbed.

Quien quiera recordar el vídeo original puede hacerlo, pero no es muy recomendable, le hace sentirse a uno muy viejo.


jueves, 25 de septiembre de 2008

Sin palabras



Sé que no debería hacer esto, pero voy a hablar de una película que no he visto y probablemente no veré. Se trata de Tiro en la cabeza, que hace dos días presentó Jaime Rosales en el Festival de San Sebastián. Y digo que no la veré no porque me parezca una inmoralidad mostrar la vida cotidiana de un terrorista en plan costumbrista (nadie le pide corrección moral al cine, ni a ningún tipo de arte), sino porque el propio director ha dicho que el objetivo de la película "no es producir entretenimiento de hora y media, sino crear un efecto sociológico", y que no está dirigida para el espectador actual sino para "el espectador del futuro, que tendrá un alto nivel de conciencia".

Bueno, pues como el efecto sociológico ya se ha creado y mi conciencia todavía anda en pañales (además de lo poco que me apetece pasar hora y media viendo una película sin diálogos), voy a pasar a opinar únicamente sobre lo que dice la prensa:

Carlos Boyero, con cuya falta de paciencia coincido casi siempre, dice: "A mí todo lo que cuenta Rosales me provoca un tedio excesivo, pero también lo que pretende sugerirme, o lo que me oculta. La visualización de la grisácea cotidianeidad de este profesional del horror me parece tan estéril como pretenciosa". (Aunque lo más cruel del artículo, creo, son las comillas sobre la palabra artista que incluye el titular)

Fernando Savater, que razones no le faltan para tomarse en serio la cuestión, se despacha con mayor contundencia: para él, el film es un "tostón" y una "película fallida que quiere dar una lección al mundo y se revela que el director es un incompetente en esas cuestiones".

Sin embargo, el crítico Mirito Torreiro opina: "Tiro en la cabeza es un verdadero ensayo sobre cómo se construye y se consolida, en el cine, la imagen; pero también sobre cómo evitar cualquier identificación con un terrorista".

Y se me ocurre que ésta debía de ser la intención del director, provocar un efecto de extrañamiento en el espectador al mostrarle una vida aparentemente "normal" que en la que de pronto se introduce un asesinato, como un simple acto violento totalmente desprovisto de razones ideológicas. Como no he visto la película, no sé si ese efecto se consigue en la buena dirección o en la inversa, es decir, dando a entender que pertenecer a una banda de asesinos como ETA es la cosa más normal del mundo, que los terroristas son gente como tú y como yo. (Que son gente en el sentido de comer, escuchar música y satisfacer sus necesidades ya lo sabíamos antes de esta película)

Pero cuando se lo preguntan, Jaime Rosales, que tiene todo el derecho del mundo a hablar de política y a proponernos sus soluciones, faltaría más, nos viene con el rollo de que no podemos hablar "de buenos y malos", de que hay que escuchar lo que el terrorista tiene que decir, ponerse en su lugar y tal, porque esa es la única manera de resolver el conflicto.

Yo no sé cómo se resuelve el conflicto. Puede que el conflicto no deba resolverse de ninguna manera (los muertos no tienen solución, eso seguro). Puede que en realidad no exista ningún conflicto, sino sólo unos tipos que se ganan la vida poniendo bombas igual que otros ponen toldos con flores. Si le quitas el sonido a la vida de un instalador de toldos probablemente se produzca un efecto de extrañamiento bastante artístico, también. Pero no quedaría igual, claro. 

Porque sí hay buenos y malos. Y quienes mejor lo saben son los contadores de historias, como Rosales, porque a ellos les encantan los malos. Nos encantan los malos. Los malos dan más juego, fascinan más, hacen acelerarse el pulso, saltar la adrenalina.

Así que dime lo que quieras, Jaime Rosales, menos que el tipo de tu película no es malo. Los que asesinan a sangre fría siguen siendo igual de hijoputas aunque les bajes el volumen al máximo y los enfoques con teleobjetivo.


martes, 23 de septiembre de 2008

Nadie sabe nada



Además de escribir novelas de fantasmas y cuentos de hombres lobo, ejerzo cuando puedo de guionista y trato de ser útil en un taller de guión online a través del Portal del Escritor. Como soy algo escéptico respecto a los cursos de escritura creativa que se anuncian con extensos temarios y grandes pretensiones, me parece que la manera más honesta de comenzarlos siempre es recurriendo a la famosa máxima de William Goldman: "Nadie sabe nada". (William Goldman -el señor de la fotografía- no sólo es un gran escritor y uno de los mejores guionistas americanos de la historia, sino que tiene un par de libros divertidísimos sobre sus experiencias profesionales y que nunca me canso de recomendar por encima de cualquier manual al uso: Aventuras de un guionista en Hollywood y -más recomendable, por más reciente- Nuevas aventuras de un guionista en Hollywood, de Plot Ediciones)

Nadie sabe nada. Es decir, no hay garantías, no existen trucos ni fórmulas infalibles. Lo que te puede enseñar un profesor se resume en muy poquitas cosas (eso sí, tan fundamentales como aprender a usar el cuchillo y el tenedor); lo demás lo tienes que poner tú. Ya sabéis: 99 % transpiración, 1 % inspiración.

Pero, ¿realmente nadie sabe nada sobre cómo se construyen las buenas historias? ¿Y los críticos? ¿Y los académicos? Bueno, sí, ellos saben algunas cosas; saben reconocer virtudes y defectos, saben comparar, saben interpretar, y sobre todo saben poner nombres a conceptos abstractos: corrientes, escuelas, figuras literarias. Es importante que alguien ponga nombres, que ordene, que recopile, que interprete, que critique. Desde luego. Pero a la hora de sentarse ante una hoja en blanco y pensar una historia... no, ahí nadie sabe nada. El autor está más solo que la una. Está tan solo y perdido que le dan escalofríos; mira por la ventana, bebe un sorbo de café, se mira el reloj, está amaneciendo. Y tiene toda una estantería a su espalda llena de libros; muchos de teoría, muchos subrayados a cuatro colores. Pero no le sirven de nada. En realidad, su colección de CDs le ayuda mucho más: si escoge la música adecuada para escribir, puede que las ideas comiencen a fluir lentamente. O en tromba, nunca se sabe.

Ante esa soledad, el único papel útil que puede representar el profesor (o el colega, o la pareja) es el de pared. William Goldman dice que él es el mejor del mundo "haciendo de pared" con otros guionistas, es decir, ayudándoles a sacar adelante historias que se han quedado atascadas, o haciéndoles ver cuáles son las ideas más valiosas y las más peregrinas de sus proyectos, en resumidas cuentas devolviéndoles sus propias ideas pero con una perspectiva distinta, externa y muchas veces cruel (no se trata de engordar egos, sino de lograr un buen guión).

Claro que eso es más fácil con los guiones de cine, siempre delimitados por un buen puñado de reglas y convenciones obligatorias, que con la escritura de novelas, donde la libertad del autor (y por tanto su vértigo y su soledad) no conoce fronteras. Para las novelas podría valer mejor la figura del Lector Ideal que acuñó Stephen King: escribir pensando en satisfacer a un hipotético (o real, con nombre y apellidos) lector idóneo de tus historias, el público perfecto al que te gustaría llegar, que no es igual que escribir para uno mismo, sino en todo caso para una versión idealizada de uno mismo, una especie de superyó literario.

Nadie sabe nada, es verdad. Pero escribir es un trabajo demasiado solitario, así que hagamos como que no nos hemos dado cuenta. Apuntémonos a cursillos, escuchemos a los expertos, leamos muchos libros, tomemos muchas cervezas con los colegas. Cualquier excusa es buena para salir del agujero. Y aprender algo, con suerte.


sábado, 20 de septiembre de 2008

Viva el intrusismo



Todas las antologías de la literatura fantástica española son esforzados tapices hechos de retales sueltos, de intrusiones en el género por parte de autores que no tenían nada de fantásticos, sino a veces todo lo contrario. Si no fuera por ellos, y por esos rarísimos arrebatos mágicos que les acometieron, la historia de la literatura española sería prácticamente un monólogo del realismo.

No tenemos un solo autor que se hayan dedicado exclusivamente al género fantástico. Lo más cercano a eso serían Bécquer, Cunqueiro o Perucho. En una antología encontramos joyas aisladas como los cuentos De los archivos del trasgo, de Rafael Dieste, y creaciones fascinantes como La bomba increíble de Pedro Salinas. Pero no existe sensación de unidad ni de continuidad. No hay escuela fantástica española.

Incluso ahora, cuando una editorial decide lanzar una colección homenajeando a mitos de la literatura fantástica como Drácula, Frankenstein o el hombre lobo en nuestro país, no tiene más remedio que recurrir a autores a los que jamás se les habría ocurrido trabajar con semejante material. No es el caso de Pilar Pedraza o de José María Merino, por supuesto, ni el mío (que todavía me froto los ojos al verme figurar entre ellos), pero se adivina la intención provocadora o desfantastificadora del editor al proponérselo a escritores como Mañas, Menéndez Salmón o Martín Garzo. Del resultado yo no puedo hablar porque soy parte implicada, pero estoy seguro de que a muchos lectores les resultarán más sugestivas estas intrusiones en el terreno fantástico de autores ajenos que otros relatos más puros surgidos dentro del género. Y si me equivoco, no pasa nada, yo también salgo ganando. 

La duda que me planteo es: ¿es positiva la experimentación fantástica proveniente de autores realistas (o posmodernos, o simplemente inclasificables) para acercarnos al objetivo de la necesaria renovación del género? Atendiendo a lo que sucede en otros países yo diría que sí: Palahniuk, McCarthy, Houellebecq, Murakami. Pero, ¿es suficiente? Seguramente no: no hasta que ciertos nombres se consoliden y permanezcan en el género, lo transformen desde dentro como hicieron Lovecraft y luego Stephen King con la literatura de terror.

Mientras esos nombres llegan, sin embargo, sean bienvenidas todas las intrusiones al territorio fantástico. Pero es una broma, claro: no existe tal cosa como el intrusismo en literatura, no existen terrenos acotados ni propietarios más legítimos que otros de la ficción. Cada obra habla por sí misma, y se coloca a un lado u otro sin que importen la biografía o la bibliografía del autor. 

Además, cada vez que cerramos una puerta al mundo nos quedamos más atrapados. Y está bien darse una vuelta por ahí fuera de vez en cuando.


miércoles, 17 de septiembre de 2008

Soy leyenda



Es duro admitirlo, pero el género fantástico le debe un agradecimiento a Will Smith. Que un proyecto tan difícil como el de Soy leyenda se haga realidad, primero, y después se convierta en uno de los mayores éxitos cinematográficos de la década se debe en gran medida al carisma y a la testarudez de  su protagonista. Y eso a pesar de que, a priori, costaba pensar en un actor menos apropiado que Smith para encarnar la solitaria y sórdida agonía de Robert Neville. De hecho, yo dejé pasar la película en las salas porque la cara del protagonista me disuadía, pero después de releer la novela de Matheson no me he podido resistir a coger la película en alquiler (oh, sí, siguen existiendo los videoclubs) para echarle un vistazo. Y me ha encantado. 

Me ha encantado, no lo puedo evitar. Sé que está llena de defectos, que es un vehículo para el lucimiento de Smith, que el espíritu y el final de la historia original han sido desvirtuados por completo, que los vampiros ya no son vampiros sino zombies de videojuego... Pero la película funciona: entretiene, fascina, aterroriza. Y de eso se trata, ¿no? De hacer que el público contenga la respiración. Que deseen ver la siguiente escena y al mismo tiempo no verla.

Porque en el cine se trata de mostrar, no de contar como en las novelas. Y ninguna película mejor que Soy leyenda para entender lo que quiero decir. En los dos primeros tercios del metraje prácticamente no hay diálogos, con excepción de los flashbacks y los monólogos de Neville con su perro. Y al igual que sucedía con Wall-E (cuánto nos gusta ver Nueva York devastado, qué vicio más malsano), esa primera parte de soledad absoluta es la que más nos impacta, la que se queda en la memoria y donde se localiza el verdadero corazón de la historia, mucho más que en el discutible final. Un final del que, por cierto, se rodaron dos versiones muy distintas, casi opuestas.

El hecho de ver a Will Smith tan calladito tiene un atractivo añadido, por supuesto. Pero el poder visual de Soy leyenda va mucho más allá de las habilidades interpretativas o el tamaño de los abdominales de su estrella protagonista. La puesta en escena es brillante. El momento en que Neville entra dentro del edificio oscuro en busca de su perro y se encuentra con los vampiros (los primeros que vemos) es uno de esos instantes en los que te dan ganas de mirar hacia otro lado y empiezas a canturrear por lo bajo: "sólo es una peli, qué tontería, no voy a dejarme asustar".

Cualquiera que coja el libro de Matheson después de ver la película posiblemente se sentirá decepcionado, aplastado por tanto palabrerío y tanta elucubración sobre qué cosa son o dejan de ser los vampiros. Y eso que Richard Matheson se caracteriza por ser un escritor ágil y directo, musculoso. Pero ni el más musculoso de los escritores puede competir en síntesis y en tensión física con una escena de cine bien rodada. No es lo mismo leer que Neville está herido en una pierna y se acercan los vampiros que verlo allí, tirado en el suelo, mientras la luz del sol se extingue  detrás de los rascacielos y ya se empiezan a escuchar los primeros alaridos de las bestias despertando. El efecto inmediato y adrenalínico de un golpe visual es un recurso del que carecemos los escritores de suspense, y que muchas veces intentamos suplir caminando justo en la dirección contraria, utilizando frases elípticas, telegráficas, dejando más terreno a la imaginación del lector que a las descripciones explícitas. El sobrecogimiento que logramos por ese camino tal vez no sea tan visceral como el de una escena de acción, pero cuando está bien tramado resulta considerablemente más perturbador, insoportable e insidioso, precisamente porque nos ha obligado a participar con nuestra imaginación.

Los guionistas Mark Protosevich y Akiva Goldsman han reconocido abiertamente que se basaron tanto (o tan poco) en la novela original de Richard Matheson como en la película protagonizada por Charlton Heston con el título The Omega man. No se trataba de hacer una adaptación fiel, por tanto, sino de conservar el núcleo de la idea original y poco más.
Por eso no les ha temblado el pulso a la hora de desnaturalizar a los vampiros, privarles de toda su parafernalia tradicional de ajos y espejos y dejarlos reducidos a simples zombies nocturnos o darkseekers. Se elimina también la idea del virus mutante que establecía dos clases diferentes de vampiros en la novela de Matheson. Se incorpora un niño (faltaría más) para que la estampa familiar se rehaga momentáneamente al final. Y así enésimos cambios, pero todos con una misma dirección: sintetizar, reducirlo todo al concepto de un hombre solo y una ciudad infestada de monstruos. Y a partir de ahí, crear escenas que hagan acelerarse el corazón. En ese objetivo minimalista y epidérmico, la película logra un éxito incuestionable.

Además, hay dos aspectos importantes de la novela que en mi opinión han sido alterados con muy buen criterio. Primero: la razón por la que el Robert Neville original permanece en su casa a pesar del desastre es tan tonta como que "está acostumbrado". Segundo: todo lo que hace es beber litros de alcohol durante la noche; su tarea diaria de recorrer la ciudad clavando estacas se presenta como un entretenimiento estéril, inacabable e incomprensible ante la opción mucho más lógica de buscar otras regiones más despobladas. El Neville de Will Smith, en cambio, decide quedarse en Nueva York porque su ciudad es la "zona cero" (sin Bin Laden reclamara derechos de autor...) y él se siente comprometido de manera obsesiva con los que siguen allí (sí, los vampiros) porque su trabajo siempre ha consistido en proteger a la gente y porque todavía está convencido de que puede hacer algo para arreglar las cosas, para curarlos. Tal vez sea una motivación de cartón, un cliché prefabricado muy al estilo del héroe yanki, pero al menos es algo, y otorga sentido (práctico) a toda la tragedia del personaje. Supongo que lo que me pasa, en definitiva, es que no me gustan los finales tristes.

Sólo me falta terminar diciendo que la novela está sobrevalorada. Pues no. La novela es astronómicamente superior a la película. Permanecerá en las estanterías de las librerías muchos años después de que nadie recuerde quién era Will Smith.

Y por cierto, hace falta tener jeta para terminar una novela que está escrita en tercera persona diciendo: "Soy leyenda". Pero la frase lo merecía.

sábado, 13 de septiembre de 2008

Rojo alma, negro sombra



Muy bien, vamos allá.

¿Qué es Rojo alma, negro sombra? ¿Un thriller sobrenatural? ¿Novela urbana? ¿Un drama con suspense? ¿Terror psicológico? Gracias a Dios los de 451 no me pidieron una definición cuando les envié la novela, se limitaron a leerla hasta la última página y comprobar si les gustaba. Hubo suerte, cayó en las manos de Javier Azpeitia. Pero ahora llega el momento de convencer al resto de habitantes del universo de que esta novela puede interesarles, incluso entusiasmarles, y eso exige colocar etiquetas, eslóganes, definiciones y paralelismos. Hum, mal asunto.

Sobre el resultado de la novela podrá hablar cualquier crítico o lector con más credibilidad, pero en el terreno de las intenciones me temo que yo soy el único intérprete posible. Lo que tenía planeado cuando abrí el primer documento en blanco del Microsoft Word era escribir una historia de fantasmas en la que los fantasmas no robaran el show, donde el drama de los personajes se bastara por sí mismo para atrapar el interés, osea, para emocionar. Unas cuantas ideas e imágenes me rondaban la cabeza como un enjambre furioso, y luché con ellas hasta domarlas y darles nombres: Elías, Berta y Guillermo. Tres personajes desconocidos entre sí pero unidos por dos crímenes brutales: uno cometido en el pasado y otro que está a punto de cometerse, si ellos no toman las decisiones adecuadas. Tres personajes en el trance de reinventarse a sí mismos, de concederse una segunda oportunidad o de rebelarse contra el papel que les ha tocado en suerte. Y ya se sabe: para empezar de cero primero tenemos que saldar nuestras cuentas con el pasado. Ahí es donde entran en juego los fantasmas. Y con ellos, el misterio.

Lo decía Howard Philips Lovecraft: "La razón por la cual el factor tiempo juega un papel tan importante en muchos de mis cuentos es debida a que es un elemento que vive en mi cerebro y al que considero como la cosa más profunda, dramática y terrible del universo. El conflicto con el tiempo es el tema más poderoso y prolífico de toda expresión humana".

Los fantasmas son la metáfora perfecta de la culpa. En Europa los apaciguamos con exorcismos y expiaciones, en América los neutralizan con un poco de psicoanálisis y clousure. En realidad casi todas las historias posibles tratan sobre el mismo tema, de una forma u otra: hacer las paces con nuestros demonios.

Rojo alma, negro sombra quizá no sea una novela de terror pero sí es una novela de miedos, unos enquistados en la conciencia de los personajes y otros muy reales y acechantes. No hay vísceras, ni más gotas de sangre que las estrictamente necesarias, pero si no consigo acelerar el corazón del lector al menos un par de veces a lo largo del relato lo consideraré un rotundo fracaso.

Lo que puedo jurar es que esta novela está escrita con honestidad y con mi propia voz, sin ampararme en voces prestadas, como fue el caso de Infierno nevado (a veces creía sentir el aliento de Lovecraft por encima de mi hombro, gruñendo y negando con la cabeza mientras ojeaba mis líneas). En cierta manera me siento como Milli Vanilli cuando sacaron su primer disco cantando con sus verdaderas voces. Confío en tener mejor suerte que ellos... 

No hay mucho más que pueda decir ahora (o sí lo hay, pero no es plan de aburrir al personal). La novela estará pronto en las tiendas, defendiéndose por sí misma. Espero que la disfrutéis.

jueves, 11 de septiembre de 2008

Una típica fantasía masculina


Que levante la mano el (tío) que nunca se haya imaginado alguna vez en el backstage de un gran estadio, oyendo los gritos de la multitud enfervorecida en el exterior, reclamando su salto a escena. Si eres heavy con toda la parafernalia siniestra, mejor. Si en en vez de un estadio es un circo romano, mejor.

Y si encima consigues que quince mil franceses coreen en alemán, ni te cuento.



miércoles, 10 de septiembre de 2008

Un trozo de realidad



No puede haber autobiografía más íntima que la dibujada por uno mismo. Incluso cuando el autor se parapeta tras un estilo frío y distante, como es el caso de Alison Bechdel, lo que nos enseña con dibujos siempre desprende más verdad y emoción que lo que nos dice con palabras. A veces, como en Fun Home, el texto contradice a las imágenes y nos deja atisbar una tercera dimensión de connotaciones, secretos y falsedades. Toda biografía honesta tiene como misión explorar esa tercera dimensión oculta, la que trasciende a la simple enumeración de los hechos, y más aún si se trata de un slice of life, o relato de un fragmento de vida, donde no se pretende abarcarlo todo sino contar del modo más crudo posible un determinado episodio o trance de la propia vida. En este caso, Aliso Bechdel nos habla de su relación con su padre, del secreto inconfesable que ambos compartían y de las extrañas circunstancias de su muerte. En lugar de extenderme aquí sobre el contenido de este libro, lo mejor que puedo hacer es recomendaros la lectura de una reseña realmente buena.

Lo que ha sucedido con la novela gráfica tal vez debería hacernos reflexionar a los autores de literatura fantástica. El terreno del cómic, tan exclusivo de superhéroes y ciencia ficción hasta hace poco, se ha abierto a un nuevo e inmenso público gracias a la incorporación de estos narradores de historias pintadas en clave realista, costumbristas, a veces minimalistas y preferiblemente autobiográficas. Yo mismo soy un ávido lector de novela gráfica desde que cayó en mis manos Blankets, de Craig Thompson. Luego vino Alex Robinson con sus Malas Ventas, etc.

No digo que haya que renunciar a la fantasía. Antes la muerte. Pero sí conviene estar atentos a las sensibilidades de cada momento. Es posible que estemos viviendo un regreso a cierta emotividad sincera y desprovista de cinismo, tal vez dejando atrás los años de ironía galopante. Podría ser. La respuesta está dentro de cada uno de nosotros, por supuesto: qué nos apetece leer, qué necesitamos escribir.

Incluso la fantasía más descabellada, es mi conclusión, nos entra mejor cuando viene servida con una buena porción de realidad en el plato. En otras palabras: el narrador que quiera emocionar de verdad más vale que esté dispuesto a amputarse un trozo de su propia carne.

lunes, 8 de septiembre de 2008

De curas franquistas




Hace falta tener muy buenos motivos para plantarte delante de unos multicines, estudiar con calma los carteles de todas las películas y decidirte al fin por esa en la que aparece un calvo en pijama junto con un niño, Maribel Verdú y un cura difuminado al fondo. Osea, Los girasoles ciegos.

Yo tenía un buen motivo: me había leído el segundo relato del libro escrito por Alberto Méndez. Sólo ese capítulo, el titulado "Segunda derrota: 1940, o Manuscrito encontrado en el olvido". Reconozco que los otros los dejé pasar, no me interesan demasiado las historias de curas y guerra civil. Pero me habían avisado de que ese segundo capítulo era especial y puedo confirmar que es el cuento más impactante y estremecedor que he leído en muchos años, quizás en toda mi vida (Y aquí incluyo toda la literatura estremecedora que ha pasado por mis manos).

Sabía que era imposible hacer una película (digna) con aquel material, y me alegro de que Jose Luis Cuerda no lo haya intentado (o se haya arrepentido a tiempo). La película de Cuerda se centra en el último relato del libro, que le da título, y que trata de un joven diácono capaz de todo por llevarse a la cama a la mamá de uno de sus alumnos. Resumido así parece una bobada, y la verdad es que la película (como el cuento) cuenta una historia muy sencilla, casi minimalista. Pero la película tiene dos virtudes fundamentales que justifican el precio de la entrada: las interpretaciones, sobre todo la de Raúl Arévalo, y que Cuerda consigue mantener un buen grado de tensión hasta el final a pesar de su estilo plano y clasicón como realizador. También es cierto que yo era el público ideal para la película, porque me motivaba mi experiencia con el segundo capítulo y desconocía el desenlace del cuarto, que es el desenlace de la película, de gran intensidad.

Hay que advertir que toda la película rezuma una cierta atmósfera fúnebre, empezando por los títulos de crédito. Los dos autores de la historia, Alberto Méndez y Rafael Azcona, han muerto antes de ver el resultado de su creación (Méndez tuvo tiempo de saber que su libro gustaba entre los críticos, pero no hasta el punto de llegar a convertirse en un libro de culto). Y toda la parafernalia del franquismo, en fin, ya se sabe: a la cuarta vez que estás viendo a un cura entonando el "Cara al sol" te dan ganas de llamar por teléfono a Cuerda y decirle: "tío, déjalo ya, hemos pillado la idea". Pero qué se le va a hacer, lo cierto es que los curas franquistas entonaban el cara al sol, y tenían fotos de Franco y de Jose Antonio junto al Cristo presidiendo las clases. Fue una etapa tan larga y oscura que todavía tenemos que seguir haciendo esfuerzos para sacudirnos de encima toda aquella miasma putrefacta.

En conclusión: la película se puede ver, pero el libro (al menos la Segunda derrota) es de lectura obligatoria. De verdad.