jueves, 4 de diciembre de 2008

CHUCK PALAHNIUK: ESCRITURA PELIGROSA


CHUCK PALAHNIUK: ESCRITURA PELIGROSA
Por Ismael Martínez Biurrun

PUBLICADO EN LA REVISTA "HÉLICE", NÚMERO 9.


“Aquella noche, aun siendo niño, Rant Casey solamente quería que hubiera algo que fuera real. Aunque esa realidad fueran sangre y tripas asquerosas”.

Rant, de Chuck Palahniuk.


Escribir es siempre una actividad arriesgada. Sólo tienes una oportunidad de conmover al lector y si fracasas te cortará la cabeza mediante el simple gesto de cerrar el libro. Para un escritor, la indiferencia es la muerte; muchísimo peor que recibir una crítica demoledora es resultar anodino, tibio o irrelevante. Por eso los que quieren dejar huella no tienen más remedio que introducirse los dedos en la boca y vomitar sobre el papel un buen chorro de sus miedos y tabúes, mejor cuanto más descarnados, porque en el fondo los secretos menos confesables son siempre los que mejor conocemos, los que nos hermanan a todos los mortales, y en ese reconocimiento entre avergonzado y perverso radica la magia simpática (o catarsis) de la buena ficción.
Dicho en palabras de Chuck Palahniuk: “Si quieres perturbar al lector, escribe sobre lo que te perturba a ti”.
Y si la indiferencia es la muerte para un autor, podemos estar seguros de que Palahniuk es uno de los escritores más vivos y pletóricos de nuestro tiempo. Un escritor del que se puede decir que es el Don DeLillo de su generación (Bret Easton Ellis dixit) o que “sus libros trafican con el nihilismo precocinado de un estudiante de instituto emporrado que acaba de descubrir a Nietzsche y a Nine-Inch Nails” (Laura Miller en Salon.com).
Palahniuk es un inventor de leyendas urbanas devenido en una de ellas: provocador, misógino, homosexual, huérfano de padre asesinado, desencadenador de desmayos colectivos… Entre su público abundan los angry young man con gafas de sol y pose de hastío existencial que llegaron a él por intermediación de David Fincher y que ya no leen nada que no salga de las teclas de su ordenador, con la posible excepción del ordenador de Easton Ellis.
Pero todo esto es miscelánea intrascendente, pirotecnia de marketing, carnaza para bloggers. Hablemos aquí de lo que importa. De lo que el niño protagonista de Rant andaba buscando: algo que sea real, aunque se trate de sangre y tripas asquerosas.
Hablemos de los libros de Chuck Palahniuk.


Una obra degenerada

Quienes se dedican a poner etiquetas han situado a Chuck Palahniuk (Pasco, Washington, 1962) dentro del género de “horror satírico”, o simplemente lo han definido como “novelista satírico”. Y es indudable que las novelas de Palahniuk guardan parentesco con elementos propios de la sátira clásica, a saber:

“La sátira servía para presentar a rufianes, monstruos, criminales y canallas, así como situaciones infernales y ridículas. Su estilo era grotesco. Subrayaba lo abyecto, lo vulgar y lo feo, y por tanto también la falta de dignidad del cuerpo, las excreciones, la suciedad, la sexualidad y todo aquello que la vergüenza tenía a bien ocultar. Expresaba las transgresiones del orden moral de la sociedad mediante la descomposición de las formas bellas. Por eso se convirtió en el estilo dominante de la literatura moderna del siglo XX que subraya la alienación, el aislamiento y el dolor del cuerpo torturado”. (1)

El propio Palahniuk ha reconocido que el tema fundamental de todas sus novelas es la autodestrucción. Y este interés mórbido del autor se traslada por ósmosis a sus protagonistas, quienes acostumbran a profesar una atracción desmedida hacia todo tipo de experiencias limítrofes con la muerte: enfermedad, accidentes, crímenes.
Por lo tanto, al ingrediente sádico de la sátira habría que añadirle aquí unas gotas de masoquismo; pero en ningún caso se trata del relato cerrado y claustrofóbico de una autoaniquilación vacía de sentido, sino que los personajes de Palahniuk viven inmersos en su sociedad y se caracterizan precisamente por su capacidad para influir (contagiar) y dejarse influir por quienes les rodean. En más de una ocasión (Rant una de ellas) los protagonistas participan en el juego colectivo representando el papel de chivos expiatorios, lo que acercaría más el género al terreno de la tragedia clásica.
Sátira, tragedia… y épica. Existe épica en las novelas de Palahniuk, solo que es una épica trastocada, distinta, construida sobre antimodelos de comportamiento como Rant Casey o Tyler Durden, con cuya lucha nos identificamos muchas veces a nuestro pesar, y que siempre termina adquiriendo dimensiones homéricas, sobrenaturales, obligatoriamente bigger than life.
Igual que otros autores de la llamada generación X, Palahniuk navega sobre las olas del nihilismo posmoderno, aunque son unas aguas de muy poco calado, donde la crítica a la sociedad consumista y la experimentación con códigos éticos alternativos son siempre coartadas transparentes; pero por debajo de la espuma de ironía y de casquería fácil, todas sus novelas narran una búsqueda más profunda, la de una roca sólida donde anclarse para no perecer en el remolino del sinsentido y el relativismo circundante. En el fondo Palahniuk siente la misma indulgencia por sus personajes que los autores más moralistas; les justifica en su maldad o directamente los santifica, y cuando llega el momento de hacer cuentas no duda en transferir la culpa a traumas originarios con los que cerrar el círculo del relato de forma satisfactoria. Nada nuevo bajo el sol, salvo la forma extraordinariamente original de contarlo. Y la mala leche.
Sus libros no están recomendados para todos los estómagos pero se despliegan en las mesas de literatura generalista o contemporánea porque no se dejan enjaular en los márgenes de ningún género ni bajo ninguna etiqueta simplificadora. Fantasmas no era un libro de terror igual que Rant no es un libro de ciencia ficción.


El evangelio de Rant

Rant, la vida de un asesino (Mondadori, 2007) es una novela-rompecabezas construida con testimonios orales, visiones fragmentadas y a veces contradictorias de la biografía de un personaje llamado Rant Casey que vivió o vivirá en una América próxima o alternativa. En muchos aspectos se trata de un relato mesiánico, donde la verdad del protagonista permanece siempre inaccesible para el lector, y cuya aura mítica se nos sirve envuelta y perfectamente empaquetada desde el primer momento para que no nos quepa ninguna duda de la grandeza del relato que iniciamos.
La novela está dividida en tres partes bien diferenciadas: las primeras hazañas bizarras del superdotado niño Rant Casey en su pueblo natal, y su afición a dejarse morder por todo tipo de alimañas; su llegada a la gran ciudad y su inmersión en el mundo de las choquejuergas, donde conoce a su media naranja, una freak llamada Echo Lawrence; y por último, la irrupción de la dimensión fantástica en la trama con inesperadas revelaciones sobre saltos espaciotemporales, en una variación muy sugerente de la llamada “paradoja del abuelo” (¿qué te sucedería si viajases al pasado y mataras a tu abuelo?). Como es habitual en Palahniuk, estas sorpresas finales sirven para reinterpretar todo lo leído anteriormente desde una nueva perspectiva; pero no desvelaremos aquí más de la cuenta. Baste decir que, incluso en sus obras menos brillantes, Palahniuk sigue siendo capaz de forzarnos una exclamación ahogada o una sonrisa de asombro cuando llega el momento adecuado.
Digámoslo abiertamente: Rant no es una buena novela. Si bien el planteamiento en forma de relatos orales tiene su atractivo sexy, resulta obvio desde el primer parlamento que a quien estamos escuchando es al narrador, a Palahniuk. Todos los personajes hablan como él, que es lo mismo que decir que carecen de voz propia, por más que cada uno haga uso de sus correspondientes muletillas y tics. El conjunto de todas las voces produce como resultado, ni más ni menos, la voz narrativa de Chuck Palahniuk en cualquiera de sus otras novelas. Esto puede ser visto como un juego premeditado o como un fracaso narrativo; necesitaríamos conocer las intenciones del autor para juzgarlo.
Menos cuestionable es su patinazo al encajar las principales ideas vectoras de la narración. Da la sensación de que ha formado un pastiche con distintas ocurrencias que rondaban por su cabeza y simplemente se ha limitado a intentar adherirlas unas sobre otras lo mejor posible. Cada una de estas ideas podía merecer una novela independiente: la rabia que transmite el protagonista y su extraordinaria percepción sensorial, las choquejuergas con su singular reglamento al más puro estilo de los clubes de lucha, las transcripciones neuronales que se exo-cargan a través de un puerto instalado en la nuca de todos los ciudadanos, la división y el enfrentamiento social entre los Diurnos y Nocturnos, los viajes en el tiempo con sus particulares condiciones y lógica… 
Quizás el esfuerzo amalgamador de Palahniuk venía forzado por la convicción de que ninguna de estas premisas, por separado, resultaba demasiado original. Las choquejuergas recuerdan demasiado al Crash de J.G. Ballard y a su propio club de la lucha, y qué decir de los saltos en el tiempo o de las experiencias en realidad virtual, graneros históricos de la literatura de género. Palahniuk ha querido entrar en la ciencia ficción como elefante por cacharrería, llevándose todo por delante y sin dar demasiadas explicaciones, por pura diversión. El debate se abre ahora entre los que estamos encantados con que así sea, porque a los genios como Palahniuk les concedemos patente de corso para asaltar el buque que deseen, y los que sienten que no es merecedor de tal licencia.
La dosificación en píldoras orales, por otra parte, no beneficia en nada a un autor como Palahniuk que se caracteriza justamente por la métrica casi musical de sus párrafos y la cohesión monolítica de su discurso, lo que hace sus páginas tan inconfundibles. Palahniuk es un escritor con un gran sentido de la novela, como demostró en sus mejores trabajos: Nana, Asfixia, Diario. Muchos hemos tenido la sensación de que en Nana (Mondadori, 2003) dio lo mejor de sí mismo, alcanzó la cima de su estilo y de su imaginería, y desde entonces asistimos penosamente a la cuesta abajo de su carrera, de la que intenta salvarse con experimentos como Fantasmas o Rant.
Pero no lo olvidemos: para un escritor es mejor arriesgarse y perder que repetirse y aburrir.


En las tripas del minimalismo

Si tuviéramos delante un árbol genealógico de escritores y estilos descubriríamos una línea ascendente desde Chuck Palahniuk hasta el maestro del realismo sucio, Raymond Carver. No se trata de un vínculo sanguíneo, pero casi: el maestro de Palahniuk responde al nombre de Tom Spanbauer, es el inventor del término “escritura peligrosa” y fue alumno a su vez de Gordon Lish, el descubridor y formador de Raymond Carver.
Bien es cierto que poco tienen que ver Catedral y El club de la lucha: la atmósfera de sutil inquietud de Carver es reemplazada por el estallido visceral de Palahniuk, y sus personajes pasivamente alcohólicos son aquí sustituidos por trapecistas del dolor y la depravación más obscena. Carver nunca te deja reír. Palahniuk nunca te deja pensar.
El nexo posible se llama minimalismo, un concepto paradójicamente muy extenso, y que en esencia consiste en no andarse por las ramas, evitar largos párrafos descriptivos y ser asertivo sin emitir juicios ni adornarse con un lenguaje literario. Síntesis es la palabra clave.
En Error Humano (DeBolsillo, 2006) Palahniuk nos describe los cuatro pilares básicos del dangerous writing que aprendió en el taller literario de Tom Spanbauer: 
Primero: los “caballos” que tiran del carro, también llamados ideas repetidas o motivos recurrentes. En el minimalismo, nos dicen, un relato es una sinfonía, que crece y crece pero nunca pierde la línea melódica original. Siguiendo con la metáfora musical podríamos llamarlos estribillos, frases cortas o construcciones que se repiten con una cadencia rítmica. Asfixia es el libro donde el recurso a los estribillos alcanza su paroxismo.
Segundo: la “lengua quemada”. Viene a ser lo contrario al uso de clichés, y consiste en decir las cosas de forma que el lector deba detenerse a interpretarlas por su cuenta. Un ejemplo de su adorada Amy Hempel: “Mis días avanzaban como una cabeza cortada que termina una frase”. Esta afectación puede llegar a irritar al lector, pero es eficaz para mantenerle pegado al papel.
Tercero: el “registro de ángel”. Esto significa que no puedes juzgar a los personajes, no puedes describirlos física ni mentalmente sino que debes sembrar el relato de gestos, acciones y pequeños detalles para que el lector complete la imagen en su cabeza. El caso de Rant representa el mayor grado de descomposición posible de un personaje, que no tiene voz ni escenas propias sino que se reconstruye con testimonios ajenos.
Cuarto: escribir “en el cuerpo”, es decir, convertir la lectura en una experiencia tan sensorial como cerebral, proporcionándole al lector todo tipo de texturas, olores, sabores, o incluso sonidos de tránsitos intestinales.
Además, Palahniuk es fácilmente reconocible por el uso de la primera persona y por la intercalación de reflexiones de tipo sociológico (“Si un número suficiente de gente se cree una mentira, deja de ser una mentira”, Rant) o puramente técnico (“En un estudio publicado en 1945 con el título…”, Asfixia).
Respecto al empleo del lenguaje científico, Palahniuk no inventa nada nuevo. Es interesante observar lo que dice Michel Houllebecq en su ensayo sobre Howard Phillips Lovecraft:

“Si hay un tono que nadie esperaba encontrar en el relato fantástico es el de un informe de disección. Lovecraft parece haber llegado por su cuenta y riesgo a este descubrimiento: la utilización del vocabulario científico puede constituir un extraordinario estimulante de la imaginación poética. El contenido propio de las enciclopedias —preciso, elaborado en detalles y rico en antecedentes teóricos— puede producir un efecto delirante y extático”. (2)


En este sentido, podríamos decir que Chuck Palahniuk es un escritor adscrito a la generación Google, y su estilo de escritura en píldoras alucinógenas y en cócteles de docuficción no queda tan lejos —tan sólo a un océano de distancia— de los integrantes de la española generación Nocilla.
No por casualidad, quien traduce a Palahniuk en nuestro país es el deslumbrante Javier Calvo, autor de El dios reflectante, Los ríos perdidos de Londres o Mundo maravilloso (Mondadori).


A ver si esto no es raro: en este juego los más afortunados son quienes lo ignoran todo: todo sobre géneros, tendencias, generaciones, minimalismos o caballos; los que abren un libro de Chuck Palahniuk por la primera página sin saber en dónde se están metiendo, los que arrugan el ceño por primera vez en su asiento del metro, todavía somnolientos, incrédulos y escandalizados de lo que están leyendo. Pero no hay peligro: no importa cuánta sangre o cuántas tripas les esperen a la vuelta de la hoja, ellos siempre se encontrarán a salvo de salpicones.
Porque no existe tal cosa como el dangerous reading.



(1) La Cultura: todo lo que hay que saber. Dietrich Schwanitz. (Ed. Punto de lectura)
(2) H.P. Lovecraft. Contra el mundo, contra la vida. Michel Houllebecq. (Ed. Siruela)

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