jueves, 18 de diciembre de 2008

Coraza




La mujer se ha parado muy cerca de él, en mitad del pasillo de refrigerados. Desde enero ya no existe un mostrador para la carne. En su lugar, una larguísima cámara llena de bandejas de poliespán: blancas para el vacuno, amarillas para el ave, rojas para el cerdo. Coraza escucha los sollozos por encima del hilo musical, vuelve la cabeza y es el primero en darse cuenta de que lo que está pasando.
—¿Se encuentra bien?
Los ojos de ella no se apartan de la cámara frigorífica, a media altura, como si allí dentro hubiera una persona devolviéndole la mirada. No llora exactamente. Emite un chillido bajo y continuo. Las pulseras de sus muñecas castañetean al final de sus brazos rígidos. Su cesta de la compra yace volcada junto a sus pies. Coraza sigue con gran preocupación el curso de una naranja que rueda cada vez más lejos por el embaldosado resplandeciente.
—Señora.
Va a tocarle el hombro y la mujer le agarra la mano con fuerza. Le clava sus uñas pintadas de color moscatel. Coraza grita, tiene que dar un tirón para zafarse, y la mujer se desploma de rodillas.
Llegan otros clientes. 
—No es culpa mía —dice Coraza. Las primeras gotas rojas comienzan a precipitarse desde el dorso de su mano—. Me ha hecho una herida. 
Desde el suelo, la mujer sigue mirando hacia el mismo punto suspendido en el vacío, donde no hay nada. Solo bandejas. Y una luz intensa, metalizada.
—¿Qué le pasa? —El encargado del supermercado tiene huellas de sudor debajo de los sobacos. Intercambia muecas con el guarda de seguridad—. ¿Quiere que llamemos a una ambulancia?
Sin reacción. Los ojos de la señora cuajados de angustia.
—¿Pero qué ha pasado? —la pregunta dirigida a Coraza como una acusación.
—No…
Y entonces, durante un segundo, Coraza puede ver una cara flotando allí, en el aire frío de la cámara. El rostro surcado de un hombre anciano. Mueve los labios como si terminara una sílaba pero Coraza no la escucha y apenas ve nada más, porque después de un parpadeo el rostro ha desaparecido.
Aquí entran la policía y el Samur, y todo se disuelve en un rumor de chaquetas reflectantes. Coraza responde a lo que puede responder, mientras un enfermero le desinfecta el corte en la mano y por las puertas automáticas están sacando a la mujer todavía aturdida. Al menos ha dejado de llorar. Un policía enorme se mira el reloj y habla por walkie y vuelve a preguntar por el motivo del ataque de nervios de la mujer y Coraza tiene que hacer un esfuerzo para atajar su sonrisa de lunático: ¿a quién puede contarle que él también ha visto una cara flotando entre las bandejas de pollo?
A Anita, por supuesto.
El padre de Anita era filipino. Tal vez por eso ella es pequeña y morena, pero sus ojos son azules y fríos y eso la convierte en una musa de extraña belleza. Tiene un herbolario en su apartamento, medicina natural, dice, muy cara. En realidad es un poco bruja. Se acuesta con algunos de sus clientes, también con Coraza. Pero hoy no.
—Debía de ser un antepasado de la mujer —habla tumbada sobre unos cojines mientras entorna los ojos como si de vez en cuando los quisiera tener rasgados, a voluntad.
Coraza se mueve por la habitación. Se frota la mano donde lleva el apósito.
—Lo dices como si fuera la cosa más normal del mundo.
—No lo es. Los espíritus están revueltos, ya te lo dije.
—Ah, sí, porque se acerca el fin del mundo.
—Coraza —la voz de Anita es ligera y anormal como ella—. Ve a tu casa y descansa. Hoy tienes la cabeza llena de turbulencias. Noto cómo el espacio se oscurece a tu alrededor.
—Perdona. No quería ensuciarte la casa.
Sin embargo él no puede irse dando un portazo, porque necesita su medicina. Necesita la magia blanca de Anita envasada en botes de cien cápsulas. Cuesta más dinero del que Coraza gana con sus libros y sus artículos, pero ya no tiene problema en reconocer que es un adicto.
—Coleccionas nombres —dice él cuando se fija en las etiquetas de otros diez o quince frascos que Anita tiene preparados: “F. Roca”, “G. Fuertes”, “D. Soldado”, “S. Salvador”, “C. Bravo”, “A. Coraza”…
—Sois mi ejército secreto —sonríe ella—. Para cuando llegue el momento.
—¿Estaremos preparados?
—Sí.
—¿Ellos también ven cosas raras?
—Todos. Es la señal de que está comenzando.
—Sabía que dirías eso.
Coraza deja el dinero de la medicina en el cajón de una cómoda, como siempre. Anita tiene todos sus libros alineados en una estantería justo encima. Él no cree que los haya leído. Pero se equivoca en eso. Ella adoraba las novelas de Andrés Coraza antes de saber que se acercaba el fin del mundo y que ella sería la encargada de reclutar, entrenar y comandar el ejército de salvamento.
Las píldoras son traslúcidas. Se distinguen los puntitos de la hierba machacada en su interior cuando las miras bien.
Coraza no sabría decir por qué las necesita, ni qué efecto producen.
Solo que debe tomarlas, porque llevan su nombre.
¿Qué mejor razón puede haber?

Es veinte de marzo. Si hiciéramos caso de Anita, hoy comenzaría la última primavera de la historia.

1 comentario:

  1. Muy buena idea la del destino de cada persona envasado en un frasquito con su nombre. Unas gotitas de uno mismo cada día y después, la oscuridad, la última batalla, el fin del mundo.

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